Sigo el gran premio de San Marino de Moto GP por televisión. En realidad soy adicta a esta competición. Y eso que a veces me pongo tan nerviosa que tengo que irme a otra habitación para que no me de un infarto. Disfruto la carrera salvo el final. Estas pruebas siempre terminan igual: tres aguerridos deportistas agitan sus trofeos ante la multitud enfervorizada. Los trofeos se los acaban de entregar otros tantos próceres (léase en masculino, faltaría más) del deporte, la política o la empresa local, enfundados en sus trajes de chaqueta azul marino. A ambos lados, la única representación femenina: sendas mujeres florero cuya única misión en ese acto es lucir su figura, que luego será debidamente empapada en champán por los felices corredores, sin que ellas pierdan la sonrisa. La técnica mejora cada día las condiciones de las máquinas de correr pero la estupidez permanece intacta en este deporte.
Salgo de casa dando un portazo y entro en un bar próximo a desayunar. Me extraña que apenas haya mujeres en el local. De hecho, caigo en la cuenta de que soy la única. Los clientes y los camareros charlan animadamente sobre los últimos fichajes del Real Madrid y sobre los resultados de los partidos preparatorios del Mundial de Fútbol.
Quedo a comer con un amigo. El tema de conversación deriva hacia las relaciones entre hombres y mujeres. De repente mi amigo me espeta: «…Es que las mujeres sois más soñadoras, creéis en el amor». Intenta que suene como un halago pero a mí me suena como cuando se señala con el dedo un animal exótico en un zoológico. Acuso el puñetazo envuelto en papel de plata y trato de exculparlo porque tengo a mi amigo por un ser inteligente, así que con mi mejor sonrisa (un poco forzada en realidad) le digo que si ambos sexos compartiéramos sueños o creencias igual las relaciones entre ambos empezaban a ser más fáciles. Mi amigo, que acaba de percatarse de mi mosqueo y no lo comprende, remata: «Es que las mujeres sois menos egoístas».
Le dejo plantado y me escapo a casa en el primer taxi libre que acepta parar en la esquina. El taxista no sólo quiere que le escoja el itinerario hasta mi casa, sino que quiere, poco menos, que le firme un contrato previo según el cual no voy a incriminarle si tarda más de la cuenta en llegar (Y eso que he entrado dando muestras de mi empatía por su duro oficio). «¡¡¡Es que toda la ciudad está en obras!!!», me grita como si yo hubiera diseñado el plan-E o cualquier otro que abra zanjas en el pavimento. Y me regala una perorata sobre «la cara dura de los políticos que todos son iguales y el despilfarro al que se dedican denodadamente con sus impuestos y bla-bla-bla». Y yo lo aguanto sin atreverme a decirle que no ha sido mi mejor jornada.
Hay días que me atraganto de tópicos que amenazan con transformarse en realidad. Hay semanas que me ahogo en un mar de estereotipos. Y me sientan tan mal que a veces quiero cambiar el mundo.
¡Ay Señor! ¿Tendré cura?