Dejé el último comentario acerca del Hay Festival para la vuelta. Treinta y seis horas después del último acto de la borrachera literaria, estoy elaborando la resaca, sentada en mi mesa de siempre.
Pienso qué es lo más positivo de esta inmersión en las novedades, las apuestas editoriales, los autores de nombre rutilante y espacio provilegiado en los suplementos de Cultura. De esta cita que obligadamente –nótese la ironía– se ve tocada por el barniz del espectáculo, como si su ausencia incapacitara un fenómeno así para lograr el favor del público y de los medios. Vale. Y me contesto a mí misma que quizá una de las cosas más interesantes de este ciclón de encuentros, presentaciones, debates o intentos de debate sea la cantidad de estímulos que ofrece. No hace falta ser una lectora compulsiva como yo para sentirse atrapado en la letra impresa (de momento todavía impresa), ser envenenado por la curiosidad de tal o cual libro cuyo autor lo ha defendido con tanta pasión, en el que ha puesto tanta vida. Del Hay Festival se sale con otra montaña de libros por leer, con una agenda repleta de “tendré que echarlo un vistazo”. Si pienso en todos los “tendrés” me mareo.
En este festival –que ojalá dure y mejore y se encarrile por una línea de más calma y no pierda su especialización literaria– siento debilidad por el público. Por ese público que paga religiosamente su entrada, que conoce la obra de los autores que ama casi mejor que ellos mismos, que cuando se levantan a preguntar agredecen con pasión el que la hayan escrito y que se van a casa reconfortados –casi siempre– por ese contacto directo. (También se puede dar el caso sobre el que alertó David Trueba: “Yo prefiero no conocer a las personas que admiro para no llevarme decepciones. Porque si tienen un mal día o son antipáticos ya no podré olvidarlo cuando lea sus libros o vera sus películas).
Anécdotas aparte el Hay Festival de Segovia ha llegado a ese punto en el que se puede hablar de consolidación (tocando madera, dada la fragilidad de todos los acontecimientos culturales y lo poco que cuesta acabar con ellos) mientras la franquicia se extiende por el mundo. Pero necesita una parada técnica para reflexionar en su dinámica. Una cita así con los apoyos que tiene debería ser muy rigurosa a la hora de seleccionar la nómina de participantes. Al fin y al cabo lo que le hace especial es la capacidad de acercar lo lejano, lo menos accesible, aquello que convierten los actos en una oportunidad que no apetece perderse. Eso y ser de verdad un ámbito de reflexión justifica la fórmula.
Y si elijo tres momentos, me quedo con la claridad desprejuiciada de Ana María Matutek, la apuesta por la vida de Zena El Khalil y la postura ante el piano de Philip Glass, desgranando su música hipnotizadora y repetitiva como un mantra.
(La foto de Philip Glass en el teatro Juan Bravo de Sevovia es de Antonio Tanarro)