Sobrecogedora. Así es a ratos la última película de Félix Sabroso y Dunia Ayaso que cerraron ayer el turno del cine español a concurso en la presente Seminci. (La que hoy se proyecta de Vicente Aranda está fuera de competición). Los dos directores, que tienen a su público acostumbrado a la comedia, se remangaron esta vez y decidieron poner en pie una de esas películas que se dicen ‘necesarias’ porque sacan a la luz con valentía ‘una cierta verdad’. (Y utilizo adrede esta expresión porque es el título de un magnífico documental sobre la locura de García Roure, que también vimos en este festival el año pasado). ‘La isla interior’ es necesaria no porque esta verdad estuviera oculta sino porque con demasiada frecuencia no se quiere ver. Y lo hacen bien, sin histrionismos, sin excesos. Con crudeza pero sin gritar. Apoyados en un equipo excelente, sobre todo en unos actores que –está claro después de ver la película– hicieron suyo un proyecto de esos de los que es difícil no salir algo tocado.
El filme retrata los estragos que ha causado en una familia la esquizofrenia que sufre el padre y la cobardía y la frustración que sufre la madre. La acción comienza después del intento de suicidio del primero, un hombre ya mayor que lo ha intentado otras veces. Las horas en las que agoniza en el hospital son el marco temporal de la acción en la que sabremos de las vidas de cada uno de los miembros de la familia y sus relaciones. Una hija, que ha heredado la enfermedad del padre, es actriz y vive sola en Madrid. La otra, aparentemente la más fuerte, también se ha independizado pero solo relativamente y mantiene una relación con el hombre casado en cuya casa limpia. El hermano, un hombre traumatizado por el control de la madre, vive en el hogar paterno y aunque no se deja claro si existe un diagnostico de por medio su salud mental tampoco es buena. La progenitora (la siempre estupenda Geraldine Chaplin) es la mujer controladora, la que ha escondido sus frustraciones debajo de la alfombra, la que mira para otro lado como si su marido no hubiera abusado sexualmenete de la única hija aparentemente sana, como si su hijo no cargara con la pesada mochila de su control, como si su otra hija sólo fuera una mujer de éxito, porque trabaja en una serie con mucha audiencia.
Hay una Candela Peña que ojalá consiga a raíz de esta interpretación que se empiece a hablar de las grandes actrices del cine español, que también las hay. Que es buena lo sabíamos, pero aquí crece. Hay una Cristina Marcos que, a pesar de tener el difícil papel de una actriz esquizofrénica y enamorada, controla su tendencia a actuar de una manera un tanto solemne y deja a su personaje fluir en equilibrio, y un inmenso Alberto San Juan, que cambia de registro para hacer de personaje traumatizado con un defecto en el habla que hace aún más meritorio su trabajo. No hay nada en sus interpretaciones que chirríe y esto es un mérito colectivo desde la direccion a unos interpretes que han sabido acompañarse unos a otros sin divismos.
Dejando a un lado el tema de la locura, de las enfermedades diagnosticadas y de los traumas ocultos, en el filme, como sepuso de manifiesto durante la rueda de prensa posterior a su pase de prensa, aborda un tema común a todo el mundo: lo difícl que es a veces manejarse en la vida con el control férreo aunque a veces sutil que ejerce la familia. Que nadie piense que porque no tiene un caso cercano de esquizofrenia o cualquier otro problema mental este filme no va con él. De hecho el acierto del guión es ponernos delante de la cara un buen número de situaciones, como por ejemplo el machismo, la violencia que se ejerce sobre las mujeres, o la culpa que algunos maltratos generan en las víctimas, y que todo eso fluya sin entorpecerse, como ramas de un mismo árbol bien apuntalado.
La cita de Carlos Fuentes que pone prólogo al filme y que, más o menos, dice: «en esta familia todos se hacían daño unos a otros y luego, arrepentidos, se hacían daño a sí mismos» advierte de lo que vendrá a continuación. Soy consciente de que quién haya llegado hasta aquí pensará ‘¡vaya dramón!’, pero se equivocaría si eso le impidiera verla. Hmos visto dramones en este Festival para dar y tomar (no en esta edición desde luego, al menos en Sección Oficial) de esos que perfectamente podrían no haberse rodado y no hubiera pasado nada. Sin embargo, no es el caso de esta película del a que se sale tocado pero de alguna manera reconciliado.
Cinco años han tardado sus directores en ponerla en pie con bajo presupuesto y muchas ganas. Y ahora que ya estamos en la recta final del certamen no es arriesgado decir que se trata de una obra que no debería irse de vacío en el palmarés.
Estaban bien colocados estos penúltimos pases de prensa en cuanto a la temática. Pues, a continuación, vimos otra película en la que desde una perspectiva completamente diferente se nos muestra cómo los hijos cargan con los errores y aciertos de sus padres, con sus ideas o la falta de ellas, y cómo esta influencia será determinante en sus vidas.‘My Queen Karo’ nos lleva a Amsterdam, al movimiento okupa de mediados de los setenta. Un grupo de activistas procedentes de Bélgica encuentra acomodo en un edificio semiabandonado, donde vivirá en régimen comunal. Entre los ocupantes hay una niña, Karo, que madurará deprisa a fuerza de tener que contemplar la vida demasiado de cerca para su edad. En la comuna se ejerce el amor libre y no hay espacios privados. Karo verá cómo su padre relega a su madre en un segundo lugar tras enamorarse de otra mujer que se incorporará en la comuna con sus dos hijos, más o menos de su edad (diez años). Será testigo de las contradicciones y las debilidades de los mayores y de sus egoísmos. Tendrá que acostumbrarse a que sus padres, sobre todo su padre, no esté ahí siempre para ocuparse de ella.
Su mirada es la mirada del filme. Los ojos de la joven actriz (que en algumnos momentos nos quieren recordar los inmensos ojos de Ana Torrent en ‘Cría Cuervos’) son el mejor activo de un filme, segundo de la realizadora Dorothèe van der Bergher, que, sin embargo, no aporta nada nuevo. Quizá por ese problema que tiene a veces el cine belga de uqe si no te estruja te deja fría.
Y pasó por Sección Oficial un excelente filme que venía casi sin referencias y que ha captado una rara unanimidad a su favor. La casi debutante Mia Hansen Love, actriz y crítica antes que directora presenta su segundo largometraje tras ‘Todo está personado’. Gregoire Canvel es un productor de cine en apuros (lo suyo no es el éxito de taquilla) que quiere mantener a flote su empresa sin bajar el nivel de su cine. Vive una vida trepidante, agobiado por als deudas y los problemas en los rodajes, y trepidante es el ritmo con el que lo cuenta la directora que consigue estresarnos en esta primera parte del filme. ‘El padre de mis hijas’ es una de esas películas en la que, además del buen ritmo, el buen montaje y la muy correcta dirección de actores, se aprecia el que se nos cuenta una historia real como la vida misma, epro no obvia, ni complaciente ni sensiblera.
Una directora, eso sí, sensible relata la vida de una familia culta, de tres niñas que habrá de enfrentarse a una dura situación que sus acomodadas circunstancias no hacían prever. Cine muy francés por otra parte, con París como telón de fondo.