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Cuando todo acabe

Las imágenes son sobrecogedoras y nos van a sobrecoger. Niños entre los escombros, hombres muertos entre las ruinas, gente que ha perdido todo, es decir, que ha perdido el hilo de esperanza que le unía al mundo porque no tenía mucho más. La devastación más absoluta en un país aquejado por la más absoluta pobreza. El más pobre de América, repiten en los informativos. Durante unos días comeremos con un nudo en la garganta mientras los telediarios abran con el terremoto de Haití. Y también nos emocionará saber que la ayuda humanitaria brota con rapidez, que surgen grupos de hombres dispuestos a poner sus recursos, su experiencia en catástrofes al servicio de seres humanos lejanos y desconocidos. Y esta tirita en la profunda herida nos aliviará un poco en la mala conciencia. (Realmente esa gente que brota después de los desastres y arriesga su vida para salvar la de otros es la mejor cara de algo tan terrible). Después la noticia irá descendiendo poco a poco en la escaleta del informativo, hasta desaparecer silenciosamente.

No nos chocan, porque también estamos acostumbrados a ello, los millones de euros o de dólares destinados a la ayuda humanitaria que surgen como por arte de magia en los países desarrollados cuando surge una catástrofe. En esos mismos países ensimismados hasta hace cinco minutos con la crisis y sus consecuencias. Y por supuesto está bien que así sea. Lo malo es que cuando se apague el ruido ensordecedor del derrumbe, cuando ya las réplicas vayan descendiendo el nivel de sus decibelios, el ruido en esta parte del mundo volverá a ser el de los brokers en los parqués de los mercados de valores. Y en las noticias volverán a reinar las polémicas acerca de cómo salir de la crisis económica sin mover ni un pelo al sistema que las hace posibles.

Podemos asumir la muerte cuando se produce gota a gota. En todos los haitís repartidos por el mundo seguirán muriendo niños de hambre y de enfermedades perfectamente evitables, y seguirán muriendo adultos de falta de horizontes. Pero no saldremos corriendo porque esas muertes, así, lentas, y tan aparentemente inevitables como el cambio de las estaciones no tienen el impacto de la desolación que se produce en minutos. No hay imágenes que vender, ni vídeos que colgar. Porque morirán solos acompañados por los cooperantes y misioneros que seguirán en sus puestos cuando los demás se hayan ido, tan solos como siempre.

Porque la verdadera ayuda tendría que empezar cuando se acaben los primeros auxilios y las tareas de desescombro. Y debería implicar a la comunidad internacional y debería tener un solo objetivo: acabar con la criminal y escandalosa desigualdad. Pero en el primer mundo parece que aún no se ha extendido la conciencia de lo cara que resulta la distancia que se mide en renta per cápita y no en kilómetros, a pesar de que a veces los ecos le lleguen incluso en forma de violencia mortal.

Dentro de unos días el primer mundo seguirá mirándose el ombligo y viendo su cuerpo reflejado en los escáneres de los aeropuertos, mientras la muerte seguirá agazapada detrás de cada ser humano que venga al mundo en el lugar equivocado.

(Publicado en la columna semanal “Días nublados” de la edición impesa de El Norte, el jueves 114 de enero del 2010)

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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