La mujer, una anciana permanentemente enlutada, vivía dos calles más abajo. Algunas tardes, cuando comprendía que mi madre había acabado sus clases, iba a visitarla. Siempre con la misma petición: que le escribiera una carta a su familia.
La mujer no sabía leer ni escribir. Hacía poco tiempo que había dejado la aldea gallega donde había pasado toda su vida. Y ahora, a la vejez, se veía obligada a residir en Madrid, la ciudad a la que habían emigrado sus hijos, y que a ella le resultaba ajena y hostil. Mi madre me contaba que a esa mujer la morriña la estaba consumiendo. Lloraba mientras dictaba, a una joven a la que al fin y al cabo apenas conocía, unos mensajes sencillos para los que había dejado atrás. Imagino que gente mayor como ella, pues Galicia –y España toda – era entonces país de emigrantes donde los jóvenes se veían obligados a dejar su casa para buscar el pan muy lejos. Siempre me gustó esta historia. Según mi madre, sus cartas siempre terminaban igual: desgranando recuerdos personalizados. «Recuerdos a Juan, a Pepiño, al tío Celso, a Camilo el de la Rosaura, a Blanquita, a Paulina…» y así una lista enorme, mucho más larga que el texto de la carta y que ella siempre remataba con la siguiente frase: «por no andar uno por uno». Aquella frase se convirtió en una broma familiar, pero nunca he olvidado la imagen de una mujer que yo no conocí (todo esto sucedió antes de que yo naciera) pero que tengo viva en la memoria de mi imaginación: con su pañuelo negro y sus lágrimas. De niña me impresionaba que una persona mayor no supiera escribir y tuviera que recurrir a una extraña para un acto que a mí me parecía muy íntimo. Y ahora me doy cuenta de que nunca he preguntado a mi madre por qué aquella mujer no confiaba la tarea a alguno de sus hijos.
Ayer me acordé de esta historia porque un escritor me contó una parecida. Aunque en este caso el amanuense era él, de niño, y la corresponsal, su abuela. «Creo que lo que me hizo escritor fueron las cosas que me inventaba en esas cartas. Mi abuela decía: ‘cuéntale algo más a la tía’ y yo ponía de mi cosecha». El cine nos ha dejado imágenes parecidas de escritores por ‘cuenta ajena’. Escribidores ante una mesita en la plaza de la ciudad ‘principal’ en los días de mercado, ante desvencijadas máquinas de escribir a la espera de clientes que necesitaran redactar una solicitud, una instancia a la superioridad. Me cuentan que en algunas ferias del libro autores de renombre han escrito delante de una mesita parecida historias y poemas por encargo del público en general a cambio de unos pocos euros. Ahora es un juego lo que entonces fue necesidad. Al fin y al cabo ¿quién escribe cartas hoy en día?
En Versátil.es, las jornadas de poesía de la Uva, también hay mesitas a la puerta del salón de actos. Pero ahí quienes se comunican en breves entrevistas de siete minutos son escritores con un manuscrito bajo el brazo en busca de editor y editores a la caza de una joya inédita. Si no fuera por el nombre (‘speed dating’, las llaman) la iniciativa formaría parte de esas deliciosas imágenes del pasado que me reconcilian con algunas cosas del presente. Y dicen que han sido un éxito.
(Publicado en la sección ‘Días nublados’ en la edición impresa de El Norte del jueves 4 de marzo del 2010)