Vengo de ver un pequeño jardín zen. Un pequeño rincón tranquilo amorosamente dispuesto para honrar las distintas formas de la materia. La piedra, el agua, las plantas. Para sentir su energía. Vengo de un lugar apartado a tan solo dos metros de varias urbanizaciones de esas clónicas de chalés adosados hasta el infinito que suelen interceptar el horizonte. Me siento a esperar nada. Llevo todo el día pensando en esta columna que no quiere escribirse. Que se niega a añadir palabras a la palabrería, a denunciar silencios ominosos. ¿Para qué? ¿De qué sirve?
No. No es un día en el que me falten temas para escribir. Por el contrario los temas se agolpan al lado de mi teclado, a la misma velocidad que los rechazo. Es como si la astenia primaveral que suele atacarme en estas fechas se hubiera apoderado también de esta columna. Pero es una astenia consciente, si es que existen de esa clase ¿Para qué escribir sobre cualquiera de ellos? Si luego todo se resuelve en frases hechas repetidas hasta la saciedad. En réplicas también esperables. En eslóganes tan burdos como delgado es el pensamiento que los sustenta. «No hay nada nuevo». Y ya está todo dicho. ¿Lo está? ¿Es lo único que podemos esperar?
Efectivamente, nada nuevo. Esperar una respuesta coherente, creativa, de futuro, ha entrado en el terreno de la ingenuidad. Pero hoy echo de menos voces inteligentes, creativas, coherentes que se decidan a salirse de su condición de militantes, de seguidores mudos, que se nieguen a seguir arrastrando con su mudez la pesada carga de la incapacidad de sus líderes.
Pero no. Decía que no quería dejarlos entrar en la columna. Que no entre por ningún resquicio ninguna de las fianzas millonarias a las que nunca llegará un ciudadano de a pie. No quiero preguntarme por lo que sentirán tantos pequeños empresarios pendientes de un crédito (ridículo al lado de esas cantidades) del que depende el futuro de su familia. Y que no lo consiguen. ¿Cuantos microcréditos de esos de los que se habla hoy en Nairobi saldrían de esa fianza?
No. Siento que lejos de provocar una reflexión, añadiría ruido al ruido. Que siempre hay alguien dispuesto a enarbolar un calificativo ofensivo.
Decía que me he sentado en un jardín zen cinco minutos a respirar. Y me he dado cuenta de que es posible una respuesta distinta solo con apartarse cinco minutos o cinco metros del camino rodado en el que damos vueltas a la noria, enganchados por el cuello y con las orejeras puestas. Y he recordado un viejo proverbio. Ese que dice que un pequeño cambio puede producir una revolución en el sistema, una versión del famoso aleteo de la mariposa y la tormenta.
A lo peor estamos ciegos. Y a lo mejor tiene remedio. A lo mejor todo consiste en un ‘ya basta’ silencioso, sin necesidad de pegar un puñetazo en la mesa. Abogo por un puñetazo interior en una mesa imaginaria. La revolución bien entendida empieza por nosotros mismos. Un pequeño gesto de rebeldía. Un ‘preferiría no hacerlo’ a tiempo. Un ritmo distinto en el paso marcado por la orquestina oficial.
A pesar de mi astenia me niego a pensar que sea imposible.
(Publicada en la sección ‘Días nublados’ de la edición impresa de El Norte de Castilla del jueves 8 de abril del 2010)
Fotografía: Jardin de Ryoan Ji, en Kyoto, Japón. Autor: Javier Cenicelaya