Para la mayoría, su nombre era apenas un sonido neblinoso, si acaso, hasta que su monumental y perturbadora ‘Mamá’ se instaló en un lateral del Guggenheim de Bilbao. Esa araña podría parecer amenazante, pero para su autora representaba la posibilidad del cobijo. Para entonces, Louise Bourgeois, era ya una figura fundamental en el arte del siglo XX. Uno de esos artistas que consiguen el dato por el que serán reconocidos: ese dato resumible en una frase, una especie de definición que servirá para identificarlos, para que de un golpe de vista o de oído el interlocutor sepa de su categoría, pero que a la larga acabará siendo una simplificación vacía de contenido. Ella fue y será para siempre ‘la primera mujer a la que el Moma le dedicó una retrospectiva’. Fue por supuesto mucho más. Ella acaba de morir en Nueva York la ciudad en la que vivió casi toda su vida desde un año después de su matrimonio con Robert Goldwater. Tenía 98 años y había nacido en París en una familia relacionada con la fabricación de tapices.
A pesar de ser mundialmente famosa, a pesar de haber entrado en todos los templos del arte contemporáneo y ser objeto de estudio y atención, el reconocimiento no le llegó pronto a esta mujer que, ya anciana y medio ausente, seguía recibiendo en su casa los domingos a artistas y admiradores que acudían a una breve visita como quien va en peregrinación a un lugar sagrado. Uno de esos encuentros fue magistralmente descrito por el escritor Eduardo Lago, que la incluyó con nombre supuesto en su novela ‘Llámame Brooklyn’.
Esto del reconocimiento tardío lo comparte, es cierto, con muchos artistas fundamentales de todos los tiempos y en especial del siglo pasado, pero aún más es un hecho compartido con muchas artistas mujeres, que además de las barreras habituales de quien abre caminos tuvo que vencer las reticencias que despertaban, y aún despertamos, las mujeres. Sólo hay que ver que su muerte ha sido, a pesar de todo ese reconocimiento, un hecho silencioso. El silencio añadido.
En los tiempos en que comenzó su carrera y aún después, cuando era una biografía de mujer la que se colaba en una obra de arte, la palabra locura, utilizada como adjetivo, aparecía con facilidad y sin el prestigio de cuando se aplicaba a un hombre. Bourgeois tuvo el valor de reconocer que todo lo que hacía era autobiográfico, que no tenía vida fuera de su obra.
Como suelo hacer cuando un artista al que admiro se va, acudo a sus palabras. Sus notas son profundamente reveladoras de una mujer que fue capaz de sublimar en su arte los traumas de su infancia y de su inquietante relación con la sexualidad. «Algunos estamos tan obsesionados por el pasado –afirma – que morimos sepultados por él. Ésta es la actitud del poeta que nunca encuentra el paraíso perdido y también es la del artista, que trabaja por motivos que nadie es capaz de comprender. Puede que lo que ambos intenten sea reconstruir algún elemento del pasado para así exorcizarlo, razón por la que el pasado tiene para muchas personas un enorme poder y belleza…»
Acercarse a su obra con curiosidad explica tantas cosas…
(Publicado en la columna de opinión ‘Días nublados’ del 3 de junio del 2010)