Un año más el Hay Festival de Segovia echó el cierre con la cabeza alta. Con eso que antes se decía de “éxito de crítica y público”, pues a pesar de la inflación de citas, el público responde de forma increíble a pesar de la crisis y de que supuestamente no se lee apenas (aunque si nos guiáramos por lo que pasa en el Hay parecería lo contrario). Pero no pretendo analizar el fenómeno que para mí este año tenía el aliciente de haber conocido en la distancia corta a uno de esos escritores que me devuelven la confianza en el género de la novela: Antonio Lobo Antunes. El escritor lisboeta venía con su último libro bajo el brazo ‘El rchipiélago del insomnio’ (este hombre que dice que no sería capaz de escribir poesía hace poesía desde los títulos de sus novelas) y el encuentro que mantuvo con el público no defraudó las expectativas, por el contrario, como ocurre con su literatura, deja la sensación de haber asistido a algo único en un tiempo de pensamientos globales y literaturas descafeinadas. Pero no era de Lobo Antunes (al que dedicaremos la portada del próximo número de La sombra del ciprés el sábado) de quien quería hablar sino de uno de esos otros actos que, inmersos en una apretada plantilla, pueden pasar desapercibidos.
Todos los festivales de artes que se precian programan algún que otro acto de pequeño formato, algo así como pequeñas ‘delicatessen’ que no tendrán, ni los persiguen, grandes titulares ni fotos espectaculares en los medios, pero que dejan el buen gusto al final del guiso, como si hubiera sido aliñado con una especia exótica de nombre desconocido pero aroma persistente. He dejado enfriar la sensación que me produjo una de esas actos en el reciente Hay Festival y ahora lo cuento porque continúa ahí en mi memoria como uno de esos momentos que merecen la pena en la vida. El lugar no podía estar mejor elegido: el Romeral de San Marcos. El objetivo: la poesía. Es difícil describir a quien no lo conozca un lugar como el Romeral, un sitio mágico en una ciudad llena de sitios mágicos afortunadamente no siempre publicitados en las guías. El Romeral situado en el valle del Eresma –ese valle sagrado que a la altura de la ciudad estuvo en otro tiempo plagado de conventos y que hoy encierra joyas como la Veracruz, San Vicente el Real y, por encima de todo, que acoge la tumba de San Juan de la Cruz– es el sueño de un arquitecto paisajista, Leandro Silva, que desplegó en él toda su sabia sensibilidad de un amante de la naturaleza y de la luz. Cada rincón, cada planta, cada árbol, cada reguero de agua tiene un sentido en este jardín que gracias al farallón de las peñas que lo protegen mantiene un microclima. En ese lugar se unieron dos voces y dos lenguas distintas con un mismo sentido. La de Ann Bateson, que leyó en su idioma original poemas de William Wordsworth, Robert Graves y Robert Browning. La de Carlos Aganzo que dialogó con San Juan de la Cruz en su propio terreno, alternando poemas del autor de ‘Noche oscura’ con sus propias respuestas. Las lecturas tuvieron varios escenarios dentro del jardín. Entre las luces y las sombras de los árboles y el rumor del agua y la vista (entre las ramas y la fronda) de la ciudad enfrente. Y pensé que lo que hace especial e insuperable a la poesía es ese poder escucharla en otro idioma y entenderla a la perfección porque, al fin, por encima del tiempo y las tendencias los poetas comparten una música que los hermana. Apenas éramos veinte personas, también de edades y procedencias distintas, pero en ese momento todos hablamos (mejor, callamos) un mismo idioma. Y no hay mucho más que decir para no estropear con palabras gastadas ese momento.
(En la foto, de Antonio Tanarro, un momento del acto)