He dudado si titular esta crónica como la de ayer. O sea: ‘La familia ¡qué peligro! (II)’ porque en ello seguimos y por lo que parece el tema acabará siendo una saga en este festival (nunca mejor dicho). Es lógico, la familia es fuente inagotable de historias y el cine se ha hecho eco siempre. Con distinta fortuna, como se vio ayer en Lo peor que le puede pasar a una película que quiere hablar de temas tan trascendentes y duros como la pérdida traumática de la pareja y el enloquecimiento temporal que puede suscitar en el cónyuge que se queda solo, o los traumas de los hijos cuando los padres han sido unos borrachos desatentos o han sufrido abusos sexuales en la infancia es ser pretenciosa. La pretenciosidad tapona los poros por los cuales ha de respirar la vida. Cuando falta oxígeno los personajes se acartonan, se ponen amarillos y los argumentos chirrían. Es lo que pasa en ‘El origen de un grito’ que quiere hacer una intensa obra de arte pero el artificio es difícil de manejar. Se diría que esta película tiene los fallos propios de una opera prima, pero Robin Aubert es ya un experimentado y premiado director que en su tercer largo simplemente se ha equivocado. Quizá la explicación sea que aquí no sabía bien a qué carta quedarse. Y salpica el trremendismo (más por lo que gritan a veces los protagonistas que por la verdadera dureza de las imágenes) con notas de pretendido lirismo, o de ensoñación, como las imágenes de los muertos que están metidas con calzador y en vez de aliviar lastran aún más el filme. También pretende toques de humor con los mismos resultados y los diálogos, cuando los protagonistas se ponen poéticos, son sencillamente increíbles. De buenas intenciones está empedrado el cielo y de películas demasiado ambiciosas para sus estrechos resultados están llenos los festivales sobre todo cuando tienen la vitola de ‘cine de autor’. Hasta ahora estábamos teniendo mucha suerte y Aubert tiene mucha carrera por delante para rectificar, si quiere por supuesto, y elegir entre sus muchas potencialidades que también se ven en esta película. El día comenzó sin embargo con sonrisas incluso risas gracias a los hermanos Duplass, que hacen comedia con un tema tan serio como las relaciones familiares ‘vampíricas’. Comedia es sin embargo una etiqueta que se queda corta. Veamos. Los Duplass se meten con valentía en la historia de un hombre emocionalmente quemado (el magnífico John C. Reilly) incapaz de curarse la dependencia de su ex-mujer pero que, ante su insistencia, decide probar en una nueva relación. La candidata parece perfecta pero esconde un problema: un hijo aparentemente demasiado maduro para su edad, posesivo y tirano guardián de su madre que no va a admitir sin luchar que venga un extraño a quitársela. Por lo que parece (el guión no da demasiada información al respecto) ella lleva tanto tiempo asumiendo esta situación y su soledad que no parece percibir que su hijo necesita a gritos una larga relación con un psicoanalista. Decía que la etiqueta de comedia se queda corta. Los Duplass, aunque optan por contarlo quitando hierro al asunto no olvidan las necesarias dosis de tensión. Cyrus, el hijo que asume el papel de padre ‘recto pero comprensivo’, en definitiva, manipulador, que maneja a su progenitora y al novio de ésta como si fueran dos adolescentes, es simplemente genial. Y da mucho miedo. Lo encarna el actor Jonah Hill que comparte con Reilly alguna de las mejores secuencias del filme. Les acompaña una espléndida Marisa Tomei en el papel de madre abnegada y una actriz, Catherine Keener, habitual secundaria de muchas películas estadounidenses que tiene muchas menos oportunidades de las que merecería su peso como intérprete. Los directores deciden contar esta historia cámara al hombro y subrayando el final de algunas secuencias acortando el plano. Cámara cercana al rostro para una historia cercana que le puede pasar a cualquiera, pues todas las historias de amor tienen sus grados de posesión. La pena es que con tan buenos mimbres y tan altas expectativas, al final los directores deciden no meterse de lleno en los aspectos más conflictivos de su guión como la pasividad de la madre o la mente de Cyrus que, aparentemente reconvertido en un ‘chico casi normal’, dispuesto incluso a que su madre sea feliz, propicia el acercamiento a su enemigo. El espectador será libre de creer o no en esta solución. Pero para entonces la película ha dado tanto que merece el beneficio de la duda. Y, para terminar, una película israelí correcta pero que deja la impresión de haber sido vista ya unas cuantas veces en éste u otros festivales. El director de recursos humanos de una panificadora de Jerusalén se ve obligado a emprender un viaje en busca de la familia rumana de una de sus empleadas que ha muerto en un atentado. Como nadie reclama le cadáver, éste se incorpora al periplo con el fin de enterrarlo en su lugar de origen, según las instrucciones del ex marido de la empleada. Inevitable acordarse de Guantanamera ( hilarante ‘road movie’ con féretro) aunque lo que en aquélla inolvidable cinta de Tomás Gutiérrez Alea era una crítica a la situación de Cuba, aquí es una excusa para hablar de relaciones personales y de la caída de las barricadas emocionales tras las que se acaban escondiendo quienes han sido golpeados por la vida. Película por tanto de personajes y relaciones forzosas encabezada por un ejecutivo (el que da título a la película) amargado por el distanciamiento con su esposa y su hija; un periodista algo grotesco (uno más en la historia de periodistas raritos en el cine) y un adolescente autista, que acabarán encontrando su punto de fusión en medio de un paisaje frío, gris y desolador. Eran Riklis arma un filme honesto y correcto con ese humor típico del cine del Este de Europa. He