Hay dos profesiones que admiro por encima de otras y es posible que a lo largo de estos años ya lo haya dicho aquí alguna vez. Una es la de médico, porque los médicos cuidan nuestra salud, sin la cual no podemos disfrutar de todo lo bueno de la vida. Nos echan una mano cuando nos sentimos más vulnerables: en esos momentos en que una frase dicha a tiempo puede hacer tanto efecto como una medicina. La otra es la de editor, porque los editores cuidan nuestra felicidad que es otra manera de cuidar nuestra salud. Cada vez que alguien me pregunta por qué ha de leer, contesto que para ser más feliz, para vivir más.
Acaba de morir un editor ejemplar, un caballero, alguien exquisito que transmitió esa exquisitez a su manera de entender el negocio de poner los autores y sus libros en el mercado. Y lo siento como si fuera de mi familia. En realidad, era, es, de mi familia. De la familia de cuantos pensamos que la vida sería un lugar árido si no existieran los libros, si no hubiera gente dispuesta a arriesgar su dinero, a empeñar su tiempo y su vida en que podamos leer las grandes obras de la literatura universal y esas otras obras más modestas, no tan sacralizadas, pero en las que alguna vez encontramos un poco de luz, un poco de diversión, una compañía que nos llegó en el momento justo, simplemente porque sentíamos que el autor era de los nuestros, que alguna vez había sentido lo mismo que nosotros: sus únicos destinatarios. Aún no lo he dicho. Estoy hablando de Jaime Salinas. Y digo que era de mi familia porque he pasado muchas horas de mi vida leyendo a su padre, el poeta Pedro Salinas, y siguiendo su peripecia vital a través de su correspondencia. Así como sus memorias, esas ‘Travesías’ que se van a quedar sin concluir (hacía tiempo que había desistido de su continuación), salvando las distancias temporales, eran parte de mi biografía, de la de varias generaciones de españoles, porque los maestros son siempre parte importante en la historia personal.
Jaime Salinas fue un personaje clave en editoriales claves en este país, al que ayudó a salir de la ramplonería cultural y a levantar la hipoteca que también en esta faceta hizo pagar la dictadura. Desde esos puestos, Salinas nos enseñó a leer, nos enseñó un mundo que estaba fuera y había sido inalcanzable por mucho tiempo. Los autores del ‘boom’ hispanoamericano, figuras como Günter Grass, por no hablar de los autores de los que se rodeó en esta tarea y que también forman un núcleo duro en las letras españolas (los Goytisolo, García Hortelano, Marías…) fueron de su mano.
Se van muriendo los hijos supervivientes de la Generación del 27. Y con ellos una generación ilustrada –todavía– con una manera de entender el mundo elegante, discreta, que creía en el valor del pensamiento, la creatividad y el contraste de las ideas. No quiero caer en tópicos pero eran (pienso también en Claudio Guillén) personajes irrepetibles. Los editores han de estar de luto. Se ha ido un referente.
(Publicado en la sección de Opinión Días nublados, en la edición impresa de El Norte del jueves 27 de enero de 2011)