(A propósito de la publicación por Menoscuarto de sus novelas breves, bajo el título ‘El devorador de hombres’)
Sería fácil intentar adivinar en la profunda e inquietante mirada que Horacio Quiroga exhibe en las fotografías que de él se han publicado, sobre todo cuando la edad iba dejando rastro en sus ojos y en sus pómulos cada vez más hundidos, el reflejo de las tragedias que tuvo que ir sorteando –como sorteaba obstáculos en el paisaje selvático que eligió para vivir o como se los hacía sortear a sus personajes instalados en el Mato Grosso o en Bengala–, a lo largo de su vida. Si en vez de nacer en la localidad uruguaya de Salto en 1878, hubiera nacido en nuestros días y, sin ir más lejos, en nuestro país, sería carne de ‘reality’, le tentarían las cadenas más sensacionalistas, su personaje probablemente se ‘comería’ al escritor como las bestias salvajes de sus relatos intentan comerse a los humanos. El morbo habría tapado su obra, como tapa la selva cada cierto tiempo los caminos débilmente asfaltados por el hombre. Afortunadamente para él, ni el ruido de las balas que se llevaron de este mundo vidas que le eran próximas, ni el rastro del cianuro que acabó con la suya cuando decidió escribir la palabra ‘fin’ han podido con la fuerza de su escritura. Decir Horacio Quiroga es hablar de un maestro de la narrativa corta, el eslabón no perdido entre el gran Poe y los grandes contemporáneos nuestros que siguieron su estela y reconocen su maestría.
Hace nueve años una entonces recién nacida editorial palentina que pugnaba por hacerse hueco en la especialidad de la narrativa corta hizo algo así como una declaración de principios y editó ‘Cuentos de amor de locura y de muerte’. Fue un hito para el sello Menoscuarto y hoy, con el libro prácticamente agotado, sigue siendo uno de sus mayores aciertos.
En el 2009 Quiroga volvió al catálogo de la editorial, esta vez en la colección ‘Entretanto’ donde aparecieron dos relatos breves, ‘Anaconda’ y ‘El regreso de Anaconda’.
La editorial, a punto de cumplir su décimo aniversario, cierra ahora el círculo horaciano sacando a las librerías ‘El devorador de hombres’, con seis de sus novelas cortas. La que da título al libro, más ‘Las fieras cómplices’, ‘El mono que asesinó’, ‘El hombre artificial’, ‘El remate del Imperio romano’ y ‘Una cacería humana en África’.
En el volumen de los cuentos (que pide a gritos una nueva edición), el poeta y novelista Andrés Neuman dejaba las cosas bien sentadas en un ensayo preliminar: «Quiroga fue el primer autor latinoamericano en elevar el cuento a la categoría de género específico, el primero en objetivar una técnica más o menos concreta y en reflexionar sobre ella».
Tiempo originario
En el de las novelas, Luis Alberto de Cuenca, apasionado poeta y erudito conocedor de la literatura de corte fantástico proclama su admiración por unos textos cuya lectura hace que nos instalemos en «el Tiempo originario, donde no fluye el tiempo que nos mata, donde no envejecemos». Y reivindica su valor literario que no desmerece, a su juicio, el de los cuentos, considerados lo mejor de su obra.
Uno de los aciertos de la recuperación de ‘Cuentos de amor…’ fue la inclusión en el volumen de un anexo que recogía algunos textos ‘teóricos’ de Quiroga en torno a la escritura. Al manual y los ‘trucs’ del perfecto cuentista se sumaba su célebre decálogo. Su quinto mandamiento pone negro sobre blanco algo bastante conocido, pero no por ello menos susceptible de recordar: «No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas».
Quiroga fue siempre fiel a este mandato. Algunos de sus cuentos tienen comienzos ‘de libro’: «Concluía el primer acto de ‘Tristán e Isolda’. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco bajo», (‘La muerte de Isolda’). «Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí , nuestra tía con su muerte», (‘Nuestro primer cigarro’.) Y el contundente: «Su luna de miel fue un largo escalofrío», perteneciente al que ha sido considerado como uno de sus mejores cuentos, ‘El almohadón de pluma’.
La misma atención al arranque que muestra en las novelas de ‘El devorador de hombres’. «La rata yacía inmóvil, patas arriba, entre las blancas manos de Donissoff. Los tres hombres con la respiración suspendida, estaban doblados sobre el animal tendido sobre la mesa», ( ‘El hombre artificial’). «En el año 193 del Imperio romano, un transeúnte de la capital se entretenía en arrancar a uno un ojo, en quebrar a otro los dientes con una piedra, en mutilar vergonzosamente a un tercero –todo esto por mero pasatiempo cuando se aburría», ( ‘El remate del Imperio romano’). «Yo Rajá, tigre real de Bengala, voy a contar en lenguaje humano cómo me vengué de mi dueño, el domador Kimberley, que me amansó», de ‘El devorador de hombres’.
Lo que viene a continuación ‘entretiene’ como el pasatiempo del romano, y mucho más: introduce en una atmósfera a menudo inquietante, en ocasiones cruel, siempre algo sombría y un punto fantástica. El traje con el que se visten estas historias es siempre un lenguaje económico, preciso (salvo raras excepciones retóricas que nos recuerdan un tono folletinesco y el tiempo en que se escribieron) lo que le emparenta con el modo de hacer del periodismo, y eficaz a la hora de dosificar el misterio, lo que recuerda los cuentos de tradición oral y nos hace imaginar el buen papel que Quiroga haría en un típico filandón.
Con esos elementos, el autor de ‘La insolación’ urde unas historias que atrapan de principio a fin
Como ocurre con los cuentos, en sus novelas es frecuente la presencia de los animales y su condición de acompañantes obligados o de oponentes al género humano. Animales y bestias cruzan sus destinos con desigual fortuna, ya sea en la inmensidad de la selva amenazante, en un zoológico o en un laboratorio…
Vuelvo a las fotografías de Horacio Quiroga y a su mirada que se fue endureciendo sin perder profundidad. En una de ellas aparece Alfonsina Storni, mirando a cámara con expresión ausente o, mejor dicho, con la mirada fija en algo que el espectador no puede adivinar, probablemente porque está más allá de lo tangible. Curioso destino común (la enfermedad y el suicidio) para una pareja de escritores que compartieron amistad y según otras fuentes, una relación más estrecha.
Cuando la poeta argentina supo de la muerte de su amigo y compañero le escribió un poema que anunciaba la suya propia: «Morir como tú, Horacio, en tus cabales,/ y así como siempre en tus cuentos, no está mal;/un rayo a tiempo y se acabó la feria …/ Allá dirán.// No se vive en la selva impunemente,/ ni cara al Paraná./ Bien por tu mano firme, gran Horacio …/ Allá dirán.// ‘No hiere cada hora –queda escrito–, nos mata la final.’/ Unos minutos menos … ¿quién te acusa?/ Allá dirán. //Más pudre el miedo, Horacio que la muerte/ que a las espaldas va./ Bebiste bien, que luego sonreías …/ Allá dirán.// Sé que la mano obrera te estrecharon,/ mas no si Alguno o simplemente Pan,/ que no es de fuertes renegar su obra …/ (Más que tú mismo es fuerte quien dirá.)».
Definitivo.
(Artículo publicado en La Sombra del Ciprés, suplemento literario de El Norte de Castilla