(A propósito del cuarenta aniversario de ‘El espíritu de la colmena’ de Víctor Erice)
Decir de Víctor Erice que es un director raro no tiene, como puede suponerse, ningún matiz peyorativo, si acaso, todo lo contrario. Es raro literalmente hablando porque le caben prácticamente todas las acepciones que el Diccionario de la RAE aplica al adjetivo: Se comporta de manera inhabitual (1). Es extraordinario (2), su cine lo es, en grado alto. Es escaso en su clase (3), no hay desde luego muchos cineastas parecidos, ni dentro ni fuera de los límites patrios. Es excelente en su línea (4), sus escasas películas no solo han sido premiadas en certámenes internacionales sino que le han situado junto a la elite de los directores más personales y creativos del cine contemporáneo. Es extravagante (5) y lo será aún más en un mundo dominado por el ruido, quien tiene tan alto el nivel de exigencia que prefiere la inactividad a tener que dimitir, aunque sea levemente, de los presupuestos intelectuales (que no económicos) que animan sus proyectos. Sólo la última de las acepciones ( dícese de un gas enrarecido: «que tiene poca densidad y consistencia») no le cuadra en absoluto. Pues si algo tiene su cine es densidad y consistencia.
En un mundo en el que todo va cada vez más deprisa, y lo único que se premia es la rapidez en la llegada aunque lo que se comunique a menudo sea fácilmente prescindible, Víctor Erice habla lentamente pero su discurso, sobre todo cuando habla de cuestiones que le importan y el cine es su vida, tiene poco desperdicio. Así las cosas llegará un momento en que se necesite un entrenamiento para escucharlo porque los silencios forman parte importante en su conversación (en un momento, insisto, en el que hasta las comas parecen haberse suprimido de las locuciones) como forman parte importante en sus películas. Pocos directores de cine reflejan tanto en su obra las claves de su personalidad. Erice tiene un discurso lento como lento es su proceso productivo, y no tiene prisa por añadir títulos al curriculum. Bien es cierto que las condiciones de la industria no son las más adecuadas para que directores como él (vamos a decirlo con palabras toscas pero entendibles por todos) poco comerciales tengan posibilidades de llevar a término sus obras. Pero incluso aunque lo fueran, nada nos dice que Erice saliera de ese restringido club de creadores (Rulfo, Rimbaud…) que con una o, a lo sumo, unas pocas obras han quedado para la historia de sus respectivos ámbitos. En España y sin salirnos del ámbito cinematográfico, tendríamos el ejemplo de José Luis Guerin con el que comparte amistad y muchas afinidades creativas. (Comparten incluso esa lentitud en su discurso).
Son tan esporádicas sus apariciones que para muchos Víctor Erice está retirado. Y sin embargo su actividad no ha cesado de generar proyectos. El espejismo se debe a que su carrera está marcada por los tres largometrajes que hasta la fecha ha estrenado. ‘El espíritu de la colmena’, su primer filme en el que (con un proyecto destinado a ser otra cosa) dio ya muestras de su personalidad; ‘El sur’, una belleza de película de densos silencios y sobrecogedora melancolía, cuya segunda parte nunca pudo ver la luz por desavenencias con su productor, Elías Querejeta; y ‘El sol del membrillo’, película clave no solo para entender a Erice y su cine.
Si un libro como ‘Cartas a un joven poeta’ de Rilke, debería ser un libro de cabecera para todo aquel que pretenda adentrarse en los derroteros de la poesía y su práctica, ‘El sol del membrillo’, película en la que refleja el proceso creativo del pintor Antonio López (otro raro, otro creador lento e irreductible) debería figurar en los planes de estudio de cualquier enseñanza artística, no solo cinematográfica. De qué hablamos cuando hablamos de arte, para quién o para qué trabaja un creador, puede un artista manejarse con el mundo si cuestiones como la luz que se posa en el objeto representado puede parar la ejecución de la obra sine die… son preguntas que subyacen en la película que, además, tiene su propio y sólido discurso fílmico estrechamente ligado al
Y no es que Víctor Erice haga películas de tesis, nada más lejos de la realidad, pero si su cine es lo que es se debe fundamentalmente a que él es un director con discurso. Y eso es otra rareza entre los directores españoles más jóvenes.
El que reniegue de «mitos» como el de las cinematografías nacionales le distancia definitivamente de muchos colegas dispuestos a defender el cine español por el hecho de ser eso, español, sea cual sea su factura. Para Erice ni siquiera se puede hablar a estas alturas de un cine europeo versus cine estadounidense (¿de qué cine europeo estamos hablando? ¿o a qué imagen de Europa quiere responder esa etiqueta?) se ha preguntado varias veces en público. Como, en su opinión, también es un mito a estas alturas hablar de cine de arte frente a industria, o cine de autor frente a cine de productor. Cuestiones éstas en la que nuevamente está de acuerdo con el autor de ‘En la ciudad de Sylvia’.
Pero en lo que ambos cineastas han sido precursores –al menos aquí– y maestros ha sido en saltar la siempre inestable barrera de los géneros. ‘El espíritu de la colmena’ documenta mejor que cualquier testimonio ‘histórico’ cómo era en su médula espinal la España inmediatamente posterior a la Guerra Civil, igual que en ‘El Sur’ se comprueba una vez más cómo el silencio en su versión más oprimente era el envolvente de una sociedad que tardaría, si es que lo ha hecho, en resolver sus heridas. Y en el camino contrario, qué decir del aliento creativo de algunos proyectos en principio ‘no narrativos’ como el episodio de las cartas que se ha cruzado con otro cineasta de raza como Abbas Kiarostami.
Erice es un director de cine ‘desaprovechado’. Su obra está demasiado oculta para lo necesario que es un punto de vista de un creador irreductible.
Artículo publicado en La Sombra del Ciprés, del sábado 8 de junio de 2013.