El regalo de un antiguo compañero del Papa Francisco, ese cuatro latas, mítico modelo con el que algunos curas aún se desplazan a sus modestas parroquias, puede convertirse en todo un símbolo, uno más, de un papado que parece haber cogido la senda que la Iglesia no debería haber abandonado nunca: la del acercamiento a los más débiles, a los más pobres de entre los pobres. ‘Hacia la chabola en cuatro latas’ sería un buen lema para una renovación (casi revolución) en el seno de la institución católica. No se llegará tan lejos, por supuesto, (las favelas suelen estar muy, muy en las afueras) pero el Papa ha marcado tendencia en ese sentido, desde la elección, para su primer viaje ‘oficial’, de la isla de Lampedusa, al sur de Sicilia, el lugar adonde llegan cada año miles de inmigrantes africanos y asiáticos en busca, no ya de un futuro mejor, sino siquiera de un futuro. Aunque paguen con la vida.
Francisco se ha apeado del papamóvil, y del lujo de las residencias vaticanas para demostrar que está por un cambio de rumbo: el que lleva de las alturas de la abstracción teológica al barrio, a pie de calle, donde germinan los problemas, y la única iglesia que se respeta de verdad es la que no le da la espalda a las necesidades de sus feligreses, aunque no pisen jamás por la parroquia. Porque curas comprometidos ha habido siempre, Iglesia concienciada también, solo que en los últimos tiempos la jerarquía pugnaba por hacerla invisible.
Cada vez que habla Francisco muchos más oídos que los católicos prestan atención, porque sus palabras tienen el efecto de despertar conciencias adormecidas. Son como pescozones, o tortazos directos, en la tibieza con que las conferencias episcopales de turno han admitido las desigualdades, las connivencias con el poder oscuro. Muchos de esos oídos, incrédulos, se preguntan hasta dónde llegarán las posibilidades de un cambio, si al final, a fuerza de no creer en finales felices, todo quedará en una política de gestos.
Con ser importante todo esto, hay un aspecto en el comportamiento del nuevo Papa que a mí me parece importantísimo. Y tiene que ver con su lenguaje. Señoras y señores, he aquí un hombre que habla el idioma de la calle. No que rebaja el idioma de la calle con incorrecciones. Ya sabemos cómo es eso. No. Digo que habla el mismo idioma con el que se pueden entender desde un catedrático a un obrero cuando quieren de verdad comunicarse. Que contesta directamente a las preguntas. Que permite, de entrada, que haya preguntas. ¡Esta es la gran revolución del Papa Francisco! No es que se haya bajado del papamóvil, es que se ha bajado del eufemismo! Resulta que hay alguien que, en la cúspide de una institución, es capaz de hablar directo. Sin entrar en sus opiniones, estando o no de acuerdo con ellas, lo verdaderamente revolucionario de este seguidor de Francisco de Asís ha sido devolver la cordura al diálogo entre personas, aunque él sea el mismísimo embajador de Dios en la Tierra y los interlocutores pertenezcan a la prensa ‘canallesca’. ¡Qué gran lección para nuestros políticos, que hace tiempo optaron por chamullar una jerga incomprensible, que han adoptado como válida, empresarios, banqueros, emprendedores y demás familia!