“Villanos en cinemascope/. Hermosas damas y altivos/ caballeros del Sur /tomaban té en el Roxy/ cuando apagaban la luz». Así dice la letra de la premonitoria canción de Joan Manuel Serrat de la que he cogido prestado el título de mi columna. Todos tenemos un cine Roxy en el recuerdo. Aunque el de Madrid todavía subsiste, mi ‘roxy’ es decir, ese cine en el que recordamos habernos dejado parte de la infancia y de la adolescencia en realidad se llamaba Texas y tampoco existe ya. Estaba en la calle José del Hierro 57, ya casi en Arturo Soria. Era uno de esos cines de reestreno y programa doble. Era el cine de los días de diario, al que iba con la pandilla, en el que prácticamente me pasaba las largas vacaciones escolares del verano. Los otros, los de la Gran Vía eran para ir con los padres, en plan formal, los fines de semana, porque ir al cine era más que una costumbre, era una religión. Al Texas lo sustituyó una discoteca, unos estudios de televisión, creo que ahora es un supermercado… y las crónicas no dicen si sus fantasmas también se ha rebelado y vaqueros y apaches, princesas y villanos, todos juntos al fin, desordenan las estanterías de los productos de oferta en cuanto el último empleado apaga la luz.
«En medio de una roja polvareda/el Roxy dio su última función,/y malherido como King-Kong/ se desplomó la fachada en la acera», sigue la canción del Roxy barcelonés. El de Valladolid tendrá un cierre menos ruidoso y afortunadamente (al menos por ahora) su hermosa fachada art déco, tan unida por cierto a este tipo de establecimientos, seguirá en pie como un testimonio del pasado.
Porque con el Roxy se cierra mucho más que un cine. El del Roxy es un cierre más a una forma de entender la vida. Al de la canción le sustituyó un banco, al de Valladolid, le sustituirá un casino. Todo un símbolo. El desplome de la cultura frente al florecimiento de la cultura del dinero fácil.
Sí, me sé la canción, esa de que están cambiando los hábitos, la forma de ver cine (o de no verlo en absoluto, porque hay supuestos sistemas que por mucho que me intenten convencer no tienen nada que ver con la contemplación real de una película) pero lo que cambia y mucho es la forma de vivir. La vida se traslada a las afueras, mientras el centro de las ciudades se vacía. Del adosado al contenedor del ocio –esos impersonales macrocentros, llenos de ruido medioambiental donde con el mismo formato te venden la peli, la tapa en cadena, la compra del finde y unos zapatos, porque de lo que se trata es de consumir rápido y sin criterio– hay poco trecho y, al parecer, ninguna necesidad de ver más horizonte que la luz artificial y soportar el tableteo de las conversaciones rebotadas contras sus paredes. Si el centro de las ciudades además es ‘histórico’, monumental, se convierte en una disneylandia para turistas porque la vida real también huye abrumada por precios imposibles.
…Pero hoy lloramos al Roxy. Un cine. Uno menos.
(Publicado en la columna Días Nublados, en la edición impresa de El Norte, el jueves 9 de enero de 2014)