SEMINCI II
A PROPÓSITO DE ‘DIPLOMACIA’ DE SCHLÖNDORFF, ‘WHIPLASH’ DE CHAZELLE Y ‘LUCIFER’ DE GUST VAN DER BERGHE
Desde luego, lo que se espera de las películas que llegan ala Sección Oficial de un festival como la Seminci, que apuesta además por el cine de autor, es que estén realizadas por solventes autores. Esto no es más que una obviedad, claro. En la segunda jornada del festival encontramos en los pases de prensa matinales a dos directores solventes, de muy diverso recorrido, un en sus inicios y otro en plena madurez, Oscar incluido. Dos autores con dominio de la técnica cinematográfica, al servicio de sendas historias con interés. Todo lo cual no quita para que en ninguno de los dos casos las películas propuestas dieran el resultado que todo crítico espera en estos casos: esa película que no olvidará. Y por lo que comenté con los colegas a la salida, no fui la única que salió con esa impresión.
Veamos. La jornada comenzó con ‘Whiplash’, una película de Damien Chazelle que llegaba bendecida por el premio del público del festival de Sundance y está claro que con el público conecta, a juzgar por el aplauso final en el Calderón, aplauso que a mí humildemente (o no) me pareció exagerado.
‘Whiplash’ es la historia de Andrew Neiman (Miles Teller) un estudiante de música tan joven como ambicioso, cuyo sueño es figurar en lo más alto del escalafón de los bateristas de jazz. Neiman consigue ser admitido en un elitista conservatorio de la costa Este de los Estados Unidos donde coincide con Terence Fletcher ( encarnado por J. K. Simmons, conocido por la saga Spiderman entre otras) que aúna prestigio y una más que discutible fama por sus métodos abusivos a la hora de exigir excelencia a sus alumnos.
La combinación de ambas personalidades es sencillamente explosiva y el filme nos muestra lo explosivo de esa relación marcada por la violencia de los métodos de Fletcher y su incidencia en el alumno que, a pesar del sufrimiento físico y moral que le inflige el enloquecido profesor, parece dispuesto a cualquier cosa para llegar a ser un ‘number one’. Una película muy violenta sin necesidad de tiros y puñetazos (sangre sí, pues el tal Fletcher está convencido de que la música con sangre entra y el esfuerzo con las baquetas acaba tiñendo de rojo y platillos y cajas). Se ve con interés, a ratos sin aliento, peroacaba pecando de exagerada, tal es la intensidad del planteamiento. Cuesta asumir, por ejemplo, que el protagonista tras sufrir un aparatoso accidente de coche que le deja maltrecho pueda correr hasta el escenario e incorporarse a la banda con la que ha de participar en un concurso.
Dos buenas interpretaciones y un ritmo a ratos trepidante como los solos de batería mantienen la atención, sobre todo el trabajo de J. K. Simmons, defendiendo un personaje con más recovecos y mejor dibujado que el de su oponente-alumno.
El director demuestra tener oficio y consigue planos, con algo tan poco versátil como la batería, realmente interesantes, pero el producto final se va apagando en la memoria a medida que pasan solo unas horas, como haber visto unos fuegos artificiales espectaculares y ya. Y lo peor es si esa especie de reconciliación al final del filme entre los dos obsesos protagonistas y el presunto alcance de la perfección por parte del alumno envía el mensaje de que la violencia puede ser un buen método para hacer llegar a la excelencia. ¿Lo está justificando el filme? Es la duda que plantea el director, pero da la sensación de que responde afirmativamente. ¡Qué miedo!
Palabras
Volker Schlöndorff pertenece a ese tipo de artistas a los que una obra marca para siempre. Aunque hayan hecho otras muchas y buenas. En su caso su nombre siempre remite a ‘El tambor de hojalata’, basada en la novela de Günter Grass, con la que ganó en 1979 la Palmade Oro en Cannes y el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Muchas películas han llovido en su filmografía desde entonces, una trayectoria que ha consolidado a un director elegante y firme, seguro. ‘Diplomatie’ o ‘Diplomacia’ se basa en la obra de teatro de Cyril Gely, autor que ha trabajado con Schlöndorff en el guion. Describe un hecho histórico: la negativa del general alemán Dietrich von Choltitz a acatar las órdenes de Hitler y destruir París horas antes de que los aliados entrasen en la ciudad.
Schlöndorff plantea que esa marcha atrás se debió a una conversación con el cónsul sueco en la capital francesa, Raoul Nording, y sitúa la acción el 25 de agosto de 1944, con todas las cargas explosivas colocadas en los puentes de París (excepto el Pont Neuf) y en sus edificios emblemáticos, dispuestas a convertir la ciudad de la luz en un oscuro montón de escombros.
Teatral, claro. Así es la acción de ‘Diplomacia’: un duelo interpretativo entre André Dussollier, en el papel del diplomático que apenas tiene unas horas para convencer al jefe nazi de que no encienda la mecha de la destrucción, y Neils Arestrup (al que conocemos por la película ‘El Profeta’ de Jacques Audiard) en el papel del militar. Aunque la verdadera protagonista es la palabra, la que hace que este filme no sea otra-maldita-película-sobre-la-guerra-mundial (parafraseando el título de Isaac Rosa). Con todo, y a pesar de los buenos ingredientes del filme, del hecho de que se vea con agrado y de que las imáganes sobre un París esplendoroso sean las de un enamorado, no alcanza los mejores logros del director alemán.
Fugas y ronquidos
¿No queríamos sorpresas? Pues la tuvimos, aunque más que de sorpresa habría que hablar de perplejidad. La que dejó en la mayoría del auditorio ‘Lucifer’, el experimento del belga Gust Van den Berghe, que ya avisó de sus intenciones hace un par de años en Punto de Encuentro con ‘El pequeño Niño Jesús de Flandes’. En esta ocasión el director instala sus inquietudes religiosas y, lo que es peor, sus pretensiones artísticas en algún lugar de México. Elige para contar la historia de una comunidad pobre y alejada que recibe la visita de un misterioso personaje un formato como de ojo de buey. Como ver la película en formato tondo, lo que aleja aún más al espectador de algo que no se llega a saber a ciencia cierta qué sentido tiene. El problema no es la rareza. La rareza puede ser sumamente creativa, estimulante, inteligente. Pero no recuerdo haberme aburrido tanto en una sesión del festival. Y eso que me entretenía envidiando a los que desertaban y tratando de identificar las diferentes escalas de ronquidos a mi alrededor. Por no hablar del sonoro pateo final.