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Apenas una sonrisa

Cuando un periodista sale de casa camino del trabajo sabe que las malas noticias andarán cerca. Que puede encontrarse a media tarde con las primeros ecos de un terremoto que irá ganando terreno en la portada de su periódico o en la apertura de su telediario, que la costumbre del manejo de las grandes cifras no servirá de alivio al horror de ciertos datos: diez mil muertos son muchos muertos, y eso teniendo en cuenta que uno solo ya es suficiente tragedia.
Puede ser una catástrofe natural o el estremecedor relato de un piloto que decide apretar el botón que acabará con su vida y con la del centenar largo de pasajeros que transporta lo que desbarate el (siempre) precario orden del día, la inestable (por definición) agenda de trabajo de un informador. Incluso si su área de trabajo no tiene que ver con los sucesos, puede que el periodista tenga que habérselas con la corrupción, la mentira, el desprecio por parte de los poderes públicos hacia la democracia que supuestamente representan y defienden… Es más, aunque su área de actuación sea algo mucho más placentero a la vez que vital, como es la cultura, esas noticias andarán cerca, o puede que invadan sin recato una parcela que en teoría está dedicada a lo mejor de que es capaz el ser humano.
Todos los días salgo de casa contenta de dedicarme al oficio que he elegido, y que ocupa gran parte de mi vida. Contenta de que me siga ilusionando el trabajo, de que la adrenalina corra por mi cuerpo cuando sé que tenemos entre manos una buena historia, satisfecha de que la costumbre o los años de trabajo no hayan hecho mella en mi capacidad para sentir empatía hacia las desgracias que con aparente frialdad contamos. Pero no les engaño, también salgo con una apenas soterrada sensación de vértigo, ante lo que pueda depararme una jornada siempre impredecible.
¿Por  qué les cuento esto que probablemente imaginen y además les importe poco? De un tiempo a esta parte cuando salgo de casa camino del trabajo me suelo cruzar con una mujer de la que nada sé, tan solo que ella se dirige, en sentido contrario, probablemente a su trabajo o a alguna otra obligación, a una hora en la que coincidimos. La calle es larga, nos vemos venir de lejos y nuestros pasos se cruzan a veces en la parte más estrecha de la acera. Como el asunto se viene repitiendo, de una forma espontánea, hemos empezado a cruzar, además de los pasos, una sonrisa. Casi no es ni un saludo, apenas, ya digo, una sonrisa de reconocimiento. Un «¡hola! De nuevo nos vemos», sin palabras. Una pequeña ración de cotidianidad a la que agarrarse. Ya se sabe que la costumbre proporciona cierta clase de seguridad. No sé su nombre, ni sus circunstancias, no sé a qué se dedica, pero esa sonrisa, aunque les parezca una tontería, pone un poco de calor en el comienzo de la jornada.
Hace tiempo que quería contarles esta historia. Puede que les parezca una insignificante. Pero cuando se vive cerca de eso que antes se llamaba la más ‘rabiosa’ actualidad y que esa actualidad es demasiadas veces literalmente ‘rabiosa’, pequeñas cosas como estas cobran un sentido diferente. No da para una gran titular. «Dos desconocidas se sonríen cuando se encuentran por la calle». No, definitivamente no me van a dar un hueco en la portada de hoy. Pero yo se lo cuento por si les sirve.

 

(Publicado en mi columna ‘Días nublados’)

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Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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