Los que sigan esta columna de jueves a jueves verán que hoy me repito. No era mi intención, lo aseguro. Pero me asomé a la ventana y los vi. Al principio creí que era un sueño (una pesadilla) o que se habían cumplido las profecías de tantas películas de ciencia ficción acerca de los viajes en el tiempo. Al fin y al cabo estamos de celebrado aniversario de unas de ellas. Sí, eso debía de ser: me había despertado en el pasado, en un pasado medieval y esos que veía por la ventana eran siervos de la gleba, huyendo de la peste negra, detenidos en su viaje por los soldados del emperador…
Pero no, desgraciadamente no me desperté de ninguna pesadilla y esa imagen que me devolvía la ventana ocurría aquí y ahora. En un aquí demasiado próximo. En un ahora hiriente y desgarrador.
El mismo aquí y ahora de esas imágenes que muestran en Suecia (sí, ese país que era nuestro modelo de desarrollo, el secreto tótem de nuestros sueños de futuro) edificios ardiendo por el simple hecho de que están destinados a albergar a estos desheredados de la fortuna que llaman a nuestra puerta solo en busca de un futuro. No de un futuro mejor, de un futuro. El mismo aquí y ahora de esos resultados electorales que han dado en Suiza (otro paradigma de la prosperidad económica) la victoria a la derecha nacionalista abiertamente contraria a la admisión de ‘los otros’ en su aseada casa. El mismo aquí y ahora, en definitiva, del eco creciente de la xenofobia en toda Europa, esa Europa cuna del humanismo, la democracia y los derechos civiles que ahora no sabe cómo resolver este ‘desorden’ a las puertas de su acomodado mundo.
Llevamos décadas presumiendo de vivir en un mundo global. Saludamos con un entusiasmo no exento de candidez los avances tecnológicos que han convertido el mundo en un patio de vecinos, mientras miramos para otro lado las consecuencias que nos resultan incómodas. ¿De verdad pensamos que se puede sostener ese mundo interconectado y global manteniendo las desigualdades y las injusticias en las que a menudo se ha basado el desarrollo de unos y la pobreza, la ignorancia o la tiranía que padecen otros? ¿Es este un sistema sostenible?
Mirar para otro lado en este asunto, intentar minimizarlo o parchearlo denota no solo crueldad, sino la misma estupidez que negar las consecuencias y el avance del cambio climático en el planeta.
Hay que dar un paso más allá del impacto momentáneo que causan estas imágenes en la gente normal, esa angustia pasajera ha de convertirse en energía que exija a los gobiernos una solución. Pero en esto no miremos a Suiza, por favor.
(Publicado en mi columna ‘Días nublados’ en la edición impresa de El Norte de Castilla, el 22 de octubre de 2015)