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Cuando una actriz sustenta la película

A  veces los pases de prensa de la tarde esconden en Seminci sorpresas agradables, títulos que en principio no decían demasiado saltan a primer plano de la cartelera puede que haya que tenerlos en cuenta al final. Es el caso de ‘45 años’, tercer largometraje del británico Andrew Haigh que se estrena con él en el Festival. A veces el talento cinematográfico se demuestra echándose a la espalda una película de esas de delgado argumento (delgado, que no superficial) y construyendo con él una potente historia en imágenes. ‘45 años’ narra una semana en la vida de una pareja, Kate y Geoff Mercer, que está a punto de cumplir su cuadragésimo quinto aniversario de boda, efemérides que celebrarán con una fiesta a la que están convocados amigos y familiares. La ordenada y rutinaria vida de la pareja se ve trastocada por la llegada de una carta en la que le informan  al marido de que ha aparecido en una montaña de Suiza el cadáver de Katia, la novia que tuvo antes de conocer a Kate y con la que se hubiera casado de no haber muerto en un accidente de alpinismo. La noticia revuelve el pasado de Geoff y el fantasma de ese primer amor se interpone de forma creciente en la vida de la pareja. Kate asiste impotente a los cambios en el comportamiento de Geoff consciente de que algo que estaba oculto (aunque ella supo de la existencia de esa relación de su marido) puede cambiar la idea que tiene de su propia vida de pareja. Sin estridencias, sin apenas levantar la voz, con más silencios que diálogos, asistimos a la creciente decepción de Kate y sin apenas modificar el gesto, percibimos su amargura, el vértigo de sospechar que su vida se ha asentado en un terreno desconocido.
La película cuenta para tan delicada misión con una enorme Charlotte Rampling. Serena y fuerte, carga con el peso del filme de forma que hace empalidecer la más que correcta de Tom Courtenay, en el papel de un marido al que la edad sí le ha pasado factura y que solo esa irrupción de su pasado parece haberle hecho despertar.
‘45 años’ deja algo más que el sabor agridulce de una decepción que llega en un momento tardío de la vida, y por lo tanto es más injusto, deja el sabor del cine hecho con inteligencia y sensibilidad.
Dulzura contenida
La japonesa ‘Una pastelería en Tokio’, de Naomí  Kawase, no fue una sorpresa, pues su cine ha sido seguido en el festival. Al término del pase de prensa oí en bastantes ocasiones el término ‘dulzona’ para referirse a ella y no precisamente por el hecho de transcurrir en una pastelería. Yo he debido de ver otra película pues la única dulzura que me llegaba durante su proyección era la que se desprendía –afortunadamente para el espectador– de una manera oriental de afrontar la dureza de la vida, de un estoicismo cada vez más alejado de la mirada occidental. Ninguno de los protagonistas de este filme llevan una vida regalada. Sentaro, un hombre  de pocas palabras y ninguna sonrisa, se gana la vida en un minúsculo establecimiento especializado en dorayakis (unas tortitas rellenas de pasta de judías dulces ). Un día la rutina de su limitada existencia se ve rota por la llegada de una anciana, Tokue, empeñada en que le dé trabajo e inmune a las reiteradas negativas del encargado del establecimiento. Tokue, a pesar de las limitaciones físicas derivadas de su avanzada edad, tiene algo que Sentaro no podrá rechazar: una receta que hará que los dorayakis sean dignos de tal nombre y aliente la recuperación del sesteante negocio. Pero ese no es el único secreto de Tokue con lo cual la prosperidad no durará demasiado. Una joven estudiante de plácida mirada e incierto horizonte cierra el triángulo protagonista.
Por debajo de esta trama argumental, ‘Una pastelería en Tokio’ es una historia sobre la capacidad de escuchar. Resulta curioso que en un momento en que se abusa en nuestro idioma del verbo escuchar (cuando en realidad se quiere decir ‘oír) la verdadera capacidad de escucha está ausente en nuestras vidas. Y en eso es especialista Tokue. Si nos quedamos en la superficie de las metáforas (cuando habla de lo que la luna le dijo o las judías le pidieron) nos perderemos el verdadero sentido de la historia.
La segunda  perla que encierra la cinta tiene que ver con las historias que heredamos de nuestros mayores y que también se van perdiendo en la vorágine de un mundo que no tiene tiempo de escucharlas. Hay un momento en que Sentaro se queja de que la muerte de su madre le privó de muchas de esas historias y será Tokue la que, de alguna manera, venga a llenar ese vacío. Incluso después de muerta.
Desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, la sintaxis del filme de Kawase se construye entre los planos cortos de la minúscula pastelería, la cercanía a los rostros, y la amplitud de los espacios abiertos en los que la naturaleza (los cerezos en flor) hacen respirar el relato.
‘Una pastelería en Tokio’ resulta así dulce, pero no dulzona. Dulce porque la fuerza de voluntad de  muchos ancianos por seguir adelante con aquello que la edad y la enfermedad aún no les ha arrebatado es un canto a la vida. Y son muchos (solo hay que detenerse a mirarlos y a escucharlos) los que entonan día a día ese canto. Las manos deformes de Tokue lo reflejan y Kawase se ha animado a contarlo con lo mejor que tiene.
Pedagogía
Si algo sabemos de Robert Guédiguian es que nunca pone la cámara en un lugar confortable. Y eso le honra. Con ese libro de estilo ha conseguido resultados más que notables.
Quizá no sea esta ocasión una de las de mayor brillo. Y ello porque cuando una historia nos toca de cerca es más difícil la distancia necesaria para contarla con éxito. En ‘Une histoire de fou’ Guédiguian se lía la manta a la cabeza del conflicto armenio cuando se cumple el centenario del genocidio que sufrió este pueblo. Y lo hace a través de la mirada de Aram, un joven que en la década de los ochenta, tras participar en un atentado contra el embajador francés en París huye a Beirut para enrolarse en el Ejército para la Liberación de Armenia. La película se centra en la relación de la víctima accidental de ese primer atentando (un joven que pasaba casualmente por el lugar de la explosión) y la familia de Aram, con la riqueza que siempre supone contar la Historia desde los sucesos de la pequeña historia de sus protagonistas. Pero en ese caso la maestría de Guédiguian se queda agarrotada, hay demasiada explicación y pedagogía y las buenas intenciones acaban lastrando el filme,  que cuando llega a su punto culminante (la entrevista entre víctima y verdugo) ha perdido la tensión por el camino. Con todo, el filme se ve con el agrado de estar ante un cineasta más que solvente.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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