París fue primero una música. La de un disco, ‘Sous le ciel de Paris’, que mi madre escuchaba con frecuencia cuando yo era niña. Después, cuando la ciudad se materializó para mí, aún en esa edad en la que todo tiene un sentido fundamental, fue la música que sonaba en los barcos que cruzaban el Sena. Esos valses fueron la banda sonora a la que inevitablemente dejé cosido el nombre de una ciudad a la que siempre deseo volver y en la que ahora suenan el ruido de las balas y las bombas.
Estos días no podemos evitar mirar fijamente a París, por más que la barbarie se materialice a diario en otras partes del mundo con igual injusticia. Pero suenan tan cerca las balas y suenan tan cerca de nuestros más bellos recuerdos que hay que ser fuerte para que las lágrimas no nos nublen del todo la vista.
Busco entre los asedios, las ambulancias, los rastros de sangre, las flores y las lágrimas alguna imagen de la que pueda colgar un poco de esperanza. Y la encuentro en una fotografía de una muchacha sentada en una de esas terrazas que tanto personalizan la ciudad, tomando tranquilamente (o así parece) una cerveza, toda ella un manifiesto por la vida, por la vida en la calle, por la vida en paz.
Y suena en mi mente otra canción, esta vez de Serrat, y también vinculada un tiempo de aprendizaje: ‘Aquellas pequeñas cosas’. «Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia/ pero su tren vendió boleto de ida y vuelta…» dice una letra que nos enseña que por encima de los grandes acontecimientos de una vida, o de los grandes acontecimientos que nos es dado contemplar en una vida, lo que de verdad nos deja señal son cosas aparentemente intrascendentes, pero que llevan pegadas rastros de piel.
A ellas me encomiendo cuando la realidad, como en estos días, me parece un asunto tan difícil de sobrellevar. Por eso hoy no miraré a París, o miraré solo a ratos. Hoy miraré a Madrid, y estrechando aún más el foco, miraré a un rincón de su maravillosa Biblioteca Nacional. Porque allí, esta tarde, alguien que decidió empeñar su vida en pequeñas locuras estará presentando la última que ha salido de su taller. Hablo de José Noriega, ese editor que lleva años empeñado en hacer de los libros de poesía una obra de arte, que es tanto como empeñarse en la redundancia.
Su último sueño se llama ‘Zapato de niebla para la poesía’ y en unas cuantas xilografías –xilografías verdaderas, con olor de madera y rastro rugoso en la piel– versos y dibujos componen un himno contra las balas. Puede parecer algo pequeño, pero detrás hay tantas horas de trabajo como las de un minucioso relojero de los de antes.
Puede parecer un empeño insignificante en un mundo en el que hasta la barbarie es contundente y se mide en cifras de vértigo, pero solo lo parece hasta pasar los dedos, como si se leyera en braille, por las hojas estampadas, por los versos delicadamente dispuestos junto a los colores. El mapa de los poetas es un plano de la paz. «Son aquellas pequeñas cosas que nos deja un tiempo de rosas», en medio del ruido de ese otro tiempo turbulento que sucede a la vez.
Publicada en micolumna ‘Días nublados’ del 19 de noviembre de 2015
(En la foto de Jacky Naegelen/Reuters un hombre pasa junto a un graffitti con la leyenda ‘París te amo’