Sacúdase la pereza. Puede que tenga que conducir unos kilómetros. O quizá sea usted un ciudadano afortunado que tenga una cerca de su casa. Acérquese a ella. Apague el móvil. Y simplemente contemple. Admire la sencillez de sus arcos de medio punto, la armonía de sus volúmenes, la elegancia de sus soportales. Lea detenidamente la historia que cuentan sus capiteles. Un pasado legendario o mitológico que, sin embargo, sentimos como algo cercano. ¿Qué tienen las pequeñas iglesias románicas que nos sigue emocionando?
Lo mejor para acercarse a ellas, si se puede, es elegir un día de labor. Y aún mejor si elegimos alguna situada en un pequeño pueblo, o en algún lugar apartado, porque entonces, muy probablemente, además de su plástica belleza nos regalará el silencio de sus piedras centenarias. Decía Rulfo en ese libro al que siempre merece la pena volver, ‘Pedro Páramo’, que si solo se escucha el silencio es que aún no se está acostumbrado al silencio. Pero vivimos en una sociedad que odia el silencio, que nos desacostumbra a escucharlo, porque adora y fomenta el ruido. Por eso sosiega tanto saber que aún hay rincones en los que reina ese silencio que nos permite escucharnos en paz.
Puede que nuestro viaje a ese lugar que –incluso aunque no se sepa por qué– intuimos que nos relaciona con algo profundamente nuestro lo hayamos hecho en un coche inteligente, al que solo le falte conducirnos él solo sin necesidad de nuestro concurso; puede que en el bolsillo tengamos la última generación de móvil que nos conecte con el lugar más apartado de la tierra en cuestión de segundos; puede que alguna campaña bien dirigida nos haya inoculado ya la necesidad de comprar, en cuanto el precio lo permita, alguno de esos robots con los que más pronto que tarde parece que acabaremos conviviendo. Pero, si hay suerte, ellas permanecerán ahí, silenciosas, a menudo cerradas, conteniendo el eco de sus secretos milenarios, aguardando una mano sensible que quiere apoyarse en sus quicios, o el oído que sea capaz de soportar su silencio.
Entonces sabremos, sin necesidad de un centro de interpretación cercano ni de visita guiada, que una parte importante de nosotros mismos permanece a salvo, en la laboriosidad de sus maestros de obra, en el fino instinto de sus artesanos, en la espiritualidad de quienes las levantaron con el impulso de su fe o la de sus antepasados, a veces sobre las ruinas de otros templos, levantados a impulsos de otra fe igualmente redentora.
No importa que no la compartamos. Porque ellas también son depositarias de nuestra memoria. Y nuestra memoria es nuestro ADN.
He tenido la ocasión de visitar algunas de esas pequeñas iglesias a las que hacía tiempo no me acercaba. Un pequeño sol aliviaba el escalofrío de una tarde invernal. Las cigüeñas yendo y viniendo a sus nidos aportaban movimiento a la quietud circundante. Y he sentido el mismo estremecimiento de otras veces. Puedo apreciar la grandiosidad del gótico, intentar comprender la lección del barroco, admirar el equilibrio neoclásico, pero nada como esa voz que me habla desde un pasado remoto cuando me acerco a estas pequeñas y hermosas puertas del misterio.
(Publicada en la edición impresa de El Norte, el jueves 4 de febrero de 2016)