SU EXPOSICIÓN EN EL ESTEBAN VICENTE MUESTRA LA MADUREZ DE UNA ARTISTA RADICALMENTE PERSONAL
Sabemos que una exposición –como una película, un libro o un concierto— han sido importantes en nuestras vidas porque después de ‘atravesarlos’ salimos diferentes. No solo hemos llegado a un punto distinto del que partíamos, sino que, además, algo en nosotros ha cambiado. La historia no pasó delante de nuestros ojos sin más, sino que de alguna manera nos obligó a quedarnos en ella para llevarnos después a un lugar nuevo, desconocido hasta ese momento. Tuve esta sensación después de atravesar ‘El bosque de Ofelia’ la exposición que Sofía Madrigal cuelga en el Museo Esteban Vicente. Espléndida exposición, digámoslo desde el principio aún a riesgo de utilizar un adjetivo tan contundente en el primer párrafo de este escrito.
Tenía a Sofía Madrigal por una pintora urbanita. Y tras recorrer esta muestra me di cuenta de mi error. No porque la ciudad no haya sido, no sea y probablemente seguirá siendo importante para ella. Sino por la inutilidad de las etiquetas ante su pintura. ‘Sofía Madrigal, pintora’, sería el único rótulo posible ante su puerta. Una prueba de ello, de la imposibilidad de acotar, rotular una obra que se expande y se contrae, de lienzo en lienzo, que se abre a la claridad o se concentra en la oscuridad, es la cantidad de influencias, todas distintas, que se le atribuyen y no a tontas y a locas, sino por personas con entendimiento y que conocen su trayectoria. En todas ellas (desde Kiefer hasta Van Gogh, pasando por Nolde o Grosz) hay algo de justicia, pero si las juntásemos todas, veríamos que en ese todo solo está la pintura de verdad, eso es lo que comparte con artistas tan distintos, eso y haber sido capaz de construir su mundo propio.
Estamos pues ante una pintora que, afortunadamente, se parece a sí misma, solo que no es unidimensional. Es cierto que en algunas obras vibra el expresionismo, o que en otras hay acentos cubistas claros, y que aquí o allá podemos encontrar un aliento constructivista, pero todo ello forma un conjunto absolutamente personal, fruto de años de saber mirar, saber ‘templar’ la expresión y madurar como artista.
Lo primero que encuentra el espectador al entrar en el Museo son los autorretratos. Es tan fuerte esa sala que por sí misma merecería la exposición. Hay algo rotundo, valiente en ellos. No son nada complacientes, pero tampoco abruman. Si acaso, son abrumadores en su conjunto, en la manera en que Madrigal insiste en una especie de psicoanálisis para adentrarse en las profundidades del ser, de eso que compartimos como humanos. Sus cabezas, sus rostros apuntados sin ojos ni boca, recuerdan a veces las figuras clásicas, o los frescos pompeyanos, y otras son apuntes de radical modernidad.
Pero hay que tomar aliento, porque el verdadero protagonista de esta exposición es ese bosque de Ofelia que anuncia el título. El bosque misterioso que nos seduce, nos intriga y nos invita desde los primeros cuentos que pusieron un escalofrío en nuestras espaldas infantiles. Ofelia es su perra, lo sabemos, es un dato, como puede serlo también el que en ese paisaje, en los árboles, pero también en la llanura alude a Cifuentes, lugar que envuelve la mirada de la pintora cuando no está en Madrid o en la Segovia de su infancia. Pero son datos que está bien conocer pero que a la hora de valorar la obra son insignificantes. Es más, aunque Ofelia descansa en su manta en algunos de sus excelentes dibujos, diría que Ofelia es Sofía o que Sofía es Ofelia, la que se adentra en el bosque de la noche, que no es sino en las profundidades de ella misma, como bien sabía Djuna Barnes cuando escribió su subyugante novela.
Pablo D’Ors compara esta obra, en el bello texto que firma en el catálogo, con la de místicos como Valente, en poesía; Morandi, en pintura o Giacometti en escultura. Y no le falta razón. Lo que les une es que sus obras son un signo, una señal de algo inefable que está más allá. Sí, vemos el bosque, pero hay algo más allá; vemos su estudio, los edificios de su barrio, pero hay algo más; vemos su retrato, pero hay algo más allá, siempre un paso más allá de la pintura.
Y casi se escucha el silencio, ese silencio que resuena en la cita de Ramón Gaya: “El artista no aspira a expresarse, ni siquiera a comunicarse con los demás, sino al silencio”. Silencio que es también soledad abrumadora o fértil, pero soledad, al fin y al cabo. Soledad y silencio en los ocres, en la valentía de los negros y en los matices de los grises.
Y un apunte final para los dibujos, ese lenguaje en el que se mide la talla de un artista, espléndido muestrario en esta exposición y un regalo el permitir que nos asomemos a sus trazos más íntimos. Una experiencia que no puede dejarnos indiferentes.