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‘Otto y mezzo’, Fellini en el diván

“Me parecía que tenía algo muy sencillo que decir. Una película útil para todos, que nos ayudara a enterrar para siempre lo que está muerto en nosotros. Y yo soy el primero sin valor suficiente para enterrar nada”. Quien habla así es Guido Anselmi, guionista y director de cine que se encuentra en un momento de crisis creativa, pero bien podría ser el propio Fellini quien abrumado por el éxito de sus anteriores películas (ya había conseguido el Oscar por ‘La Strada’ (1954) y ‘Las noches de Cabiria’ (1957) se encuentra ante el abismo de su creación futura.

Y decide mirarse a sí mismo en el espejo de la pantalla para rodar ‘Ocho y medio’. El título no tiene más complicación y es una anécdota contada mil veces: Es su octava película y ese ‘medio’ hace referencia a ‘Boccaccio 70’, un filme colectivo rodado un año antes con Monicelli, Visconti y Vittorio de Sica. Por este ‘Ocho y medio’ entra la subjetividad en el cine felliniano. El director sienta metafóricamente en el diván a su alter ego (un espléndido Marcelo Mastroianni convertido en su actor fetiche después de la repercusión de ‘La dolce vita’, su inmediatamente anterior proyecto en solitario) que se refugia en un balneario buscando tranquilidad para imaginar su próxima película. Pero está en crisis de creatividad y el miedo al vacío le persigue (¿“Y si no fuera transitoria? ¿Y si fuera la caída final de un embustero sin talento?”, se pregunta el personaje) mientras el asedio del productor, del crítico, de la musa, de la amante, de la esposa no contribuye precisamente a despejar sus dudas.

Guido se refugia en sus sueños, a veces casi pesadillas, sueños de pasado y de futuro, imágenes grotescas, barrocas, que muestran sus obsesiones (las obsesiones fílmicas fellinianas al fin) que componen las mejores secuencias. Esos desfiles a los que era tan aficionado, aquí con los personajes vestidos de blanco, los curas de una Iglesia represora, las mujeres de su vida, los niños que fueron él y sus hermanos, los padres, la figura de la madre que siempre acaba mostrándose inalcanzable, el mago profesional, los personajes del circo al que era tan aficionado… Es también una película llena de largos parlamentos, de primeros planos en los que los personajes que rodean al director le interpelan, le reclaman, intentan llevarle a su terreno, mientras el protagonista se muestra ensimismado, ausente, perdido… Largos parlamentos que en otro director serían el anticine pero que aquí se apoyan en la magia de un genio y en sus siempre poderosas imágenes rodadas en un elegante blanco y negro.

La película, fechada en 1963, supone un antes y un después en la filmografía felliniana. No habrá más neorrealismo, se ha atrevido con el ‘yo’ y se queda para siempre en mayor o menor medida ese ambiente onírico que es seña de identidad del director.

No solo le deparó su tercer Oscar a la mejor película extranjera (aún llegarían un cuarto por ‘Amarcord’ y el honorífico a toda su trayectoria) sino que se convirtió en un film para cineastas. Muchos han sido los homenajes más o menos explícitos, más o menos fugaces, que le han hecho sus sucesores, entre los más citados, ‘Stardust memories’, de Woody Allen y ‘I’m not there’ de Todd Haynes.

Fellini se había rodeado de los suyos (además de Mastroianni, el compositor Nino Rota, las actrices Claudia Cardinale, Anouk Aimée y Sandra Milo) para hacer cine sobre cine. Para cineastas… Sí, pero una de las grandes películas de la historia, hecha para dejarse llevar, como su protagonista, que finalmente se desbloquea aprendiendo que hay que aceptar la vida tal y como se presenta: “Todo vuelve a ser confuso pero esa confusión soy yo”.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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