El artista muestra sus últimas obras en el Museo Esteban Vicente y en la galería Javier Silva de Valladolid
La obra de José María Yagüe (Cuéllar, 1973) tiene estos días dos focos de atención en la Comunidad. Por un lado, la exposición con la que el Museo Esteban Vicente de Segovia inaugura el proyecto Semillero y que exhibe 142 obras del artista realizadas a lo largo de una decena larga de años y la muestra que ayer inauguró la galería Javier Silva de Valladolid. Dos oportunidades, pues, distintas, próximas y complementarias, para acercarse a la obra de un creador que en los estadios primeros de su madurez alberga ya una sólida trayectoria, una obra sugerente, sumamente atractiva y un ‘taller’ (léase en sentido amplio) repleto de proyectos a la espera de producción y de caminos que explorar.
Digamos de entrada, para establecer un marco, que Yagüe forma parte de ese grupo de artistas que se alejan de la corriente dominante de lo estrictamente conceptual para mostrar su fascinación por la naturaleza, fascinación plasmada, por ejemplo, en esos dibujos (próximos a la ilustración que también es un asunto generacional) propios de un gabinete de ciencias naturales. Artistas que si empezaron siendo excepción (el mismo Yagüe reconoce que había algo de rebeldía en esa vuelta al dibujo de animales reales o fantásticos o a la pintura del paisaje) acaban siendo una corriente en vanguardia.
Pero cualquier intento de clasificación resulta peligroso en un artista que, por asentir a las palabras del comisario de la Muestra del Esteban Vicente, José Mª Parreño, resulta muy difícil de clasificar.
Lo que prima en las obras de este licenciado en Bellas Artes con formación de arquitecto es el contexto, el entorno, fruto de sus primeros trabajos sobre la relación entre el paisaje y la forma de habitarlo. El cada vez más difícil acercamiento a una naturaleza salvaje alejada de la ocupación pertinaz de quienes vivimos de espaldas a ella, y por tanto no contaminada, no ‘muerta’ es otra de sus preocupaciones. Lo pequeño, lo ínfimo, el rastro de un animal muerto, una mandíbula, unas plumas, una pequeña garra son elementos que acabarán en su taller de taxidermista con vocación de Frankenstein pues una ramita de aquí, un pico de allá, la pata de algún conejo sin suerte, compondrán algún engendro fantástico que nos recordará que lo mágico está a veces más cerca de nosotros de lo que pensamos. Son los componentes de estos seres con los que la obra de Yagüe deja la pared para mostrarse en una mesa improvisada o en una ‘rodaja’ de sapelli (esa madera tropical similar a la caoba presente en muchos proyectos de decoración) donde descansa un bestiario tan inquietante como lo fueron en otro tiempo los de los capiteles románicos de nuestras iglesias.
Pero vayamos por partes. La exposición del Museo Esteban Vicente inaugura un proyecto con el que el centro de arte pretende dar a conocer a artistas ‘jóvenes’ (con todas las comillas que el término necesita ahora) jugando con la palabra semillero tanto en su sentido de origen de carreras artísticas como en el de atención a su taller, el lugar donde se originan obras y proyectos, algo así como trasladar la ‘cocina’ del artista al museo. De hecho, una especie de invernadero ‘cobija’ en la sala una parte de las 142 obras que muestra y que componen distintas aproximaciones a los distintos caminos por los que discurre su arte. Y lo de camino aquí es casi literal, pues Yagüe es un caminante que lo mismo mira al difícil horizonte del pinar de la tierra que lo vio nacer como a ese suelo lleno de maravillas solo expuestas a ojos atentos con las que ‘construirá’ (arquitecto al fin) sus esculturas. “Siempre utilizo restos de animales muertos, nunca maltrato un animal”, puntualiza para espantar sospechas. Y entre lo vegetal y lo animal (las raíces de pino pintadas formando una tropa de culebras sobre el suelo de la sala) las pequeñas construcciones futuristas, posibles habitáculos para supervivientes de un desastre nuclear o cualquier otro desastre propiciado por la mano del hombre. Junto a la fauna de lagartos, pollos de mirada aterradora, avispas gigantes, camaleones y unicornios, se muestran sus cuadernos de campo, llenos de apuntes, esbozos, paseos reales o imaginarios, proyectos que demuestran que tras los pinceles y los lápices hay una mano que ha pasado las hojas de muchos libros. En el capítulo reservado a la pintura, una interesante serie con acento fotográfico y nocturnidad en el color y la intención fruto de su estancia irlandesa. Todo esto compone ‘La montaña plana’ que tiene el indicativo subtítulo de ‘la comarca encantada de José María Yagüe’ porque, como él reivindica, la magia y el misterio no solo se encuentran en esas regiones o paisajes (Irlanda, Galicia) que se llevan la fama de la bruma poblada de encantamientos.
NATURALEZAS ¿MUERTAS?
No menos interesante y completamente esencial (también lo impone el tamaño de una sala comercial) es ‘Cuadros de la naturaleza muerta’ la exposición que ayer abrió sus puertas en Javier Silva y cuyo título juega con la sugerencia y la ambigüedad que son parte del libro de estilo de este creador. Tres acuarelas de gran y mediano formato captan de entrada la atención del espectador y con ellas nos adentramos en otra de las líneas de actuación de Yagüe que se llama a sí mismo ‘pintor de pinturas’. Su amor por la pintura del pasado y en concreto de los maestros flamencos le inspiran paisajes imaginarios, lugares que alientan también el misterio de los pintores románticos. Que nadie se confunda. Esa moda de ‘revisitar’ los clásicos que en todas las facetas artísticas señala a veces la falta de imaginación de autores que mejor harían en dirigir sus esfuerzos a algo nuevo, nada tiene que ver con la obra de Yagüe. Pues por mucho que Brueghel, Patinir o El Bosco inspiren detalles, desencadenen citas y despierten recuerdos en miradas expertas estamos ante unas obras tan personales como el resto de su producción. Y enormemente atractivas y bellas, porque la belleza también puede ser provocadora y llevar en sí misma un aliento distópico. La mano del dibujante es una mano experta y su producción tiene autonomía por sí misma por más que nada en el arte (o en la vida) surja de la nada. Los insectos revolotean sobre lagunas estigias y algo de la magia de la tierra vuela en las paredes. Vayan a sentirla.
(Este artículo fue publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 11 de febrero de 2020)