Pensamos que conocemos a un artista, que reconoceríamos sus modos entre las obras de varios creadores situadas juntas al azar, que sabemos de sus intereses y preferencias, que captamos su lenguaje. Entramos a su exposición esperando reencontrarnos con las imágenes que recordamos de su última apertura al público, o aquellas que por extrañas afinidades más hayan impresionado nuestra memoria… Y desde la puerta, una mirada general, hace que se nos rompan los esquemas.
Cuando algo así pasa, los motivos pueden ser diversos. El artista, aburrido de su trayectoria anterior, prueba nuevos caminos. O intenta adaptarse a algo parecido a una corriente de mercado. O piensa que en el flujo de propuestas y contrapropuestas la suya parece una foto-fija anclada en el tiempo.
Nada de estas parecen coincidir con las razones de Julián Cruz (Valladolid, 1989) que en la galería Javier Silva ha vuelto a colgar sus obras-laboratorio en una muestra, ‘Cepillar a contrapelo’, a la que le faltan pocos días para el cierre (vayan, merece la pena) y que ha pasado algo desapercibida injustamente en estos tiempos de aforos limitados, toques de queda, miedo al contacto y sensación de vértigo.
Y digo que ninguna de esas razones parece tener que ver con el origen de la sorpresa que supone esta exposición porque si algo sabíamos de este artista que creció entre lienzos, brochas y olor a barnices es que siempre se le había quedado estrecho el marco. O el límite del lienzo, o del papel fotográfico o de cualquier otro soporte con el que quisiera expresar su último descubrimiento o desazón.
El título, ‘Cepillar a contrapelo’, él mismo lo explica, procede de un ensayo de Walter Benjamin. El filósofo alemán compró en torno a 1920 un cuadro de Paul Klee titulado ‘Angelus novus’. El cuadro, cuyo título hace referencia a una tradición hebrea, fue objeto de diversas interpretaciones a lo largo del siglo XX y tuvo una influencia grande en el pensador, hasta el punto de que fue el origen de su teoría de ‘el ángel de la Historia’, según la cual, y la interpretación que de ella hace Julián Cruz, el ángel vuela mirando hacia atrás con los ojos desorbitados porque lo que llamamos progreso no es sino un huracán que deja un montón de ruinas tras de sí y que la única manera de transformar el presente es dejar de ver el pasado como un cúmulo de etapas ya superadas.
Hasta aquí el punto de partida. Las miradas hacia atrás del artista disparan en varias direcciones o cosechan en épocas distintas y distantes trayendo al presente ecos del barroco, miradas que van desde Velázquez a Frans Masereel, de Brueghel a Matisse… Dos grandes mosaicos realizados a tinta sobre papel llevan el título de la exposición y el peso del argumento. En ellos, los fragmentos (verdadera sinopsis de la fragmentación y amalgama de una sociedad a la vez rica y caótica) procedentes de mundos artísticos dispares se unen al recibir el mismo tratamiento técnico, un tono serigráfico.
Cruz se rebela contra un mundo saturado de imágenes que pueblan y cruzan a diario las redes sociales y las plataformas de Internet y se pregunta por su vigencia, por su volatilidad. Y esa rebeldía se hace práctica artística en una exposición que muestra lo mínimo quizá para hacernos fijar la mirada, a diario reclamada hasta el infinito por ese tsunami de imágenes que nos llegan en todas direcciones.
La mirada puede y debe contemplar los mosaicos con quietud ya sea para ‘descubrir’ le punto de partida de sus fragmentos o dejarse llevar por el nuevo relato que conforman sus piezas. Puede y debe escudriñar en las fotografías cuyo claroscuro obliga a la cercanía, y no podrá desengancharse del imán del lienzo que, solo en la pared, nos avisa de algo que aunque obvio parece olvidado en muchas exposiciones de artistas de la edad de Cruz: que, seamos conscientes de ello o no, nuestros pies caminan sobre huellas que llegaron hasta nosotros arrastradas por el eco de la historia. Lo que hagamos sobre ellas será lo que nos defina.