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Leer, vivir, contemplar un territorio

A PROPÓSITO DE ‘TIERRA DE CAMPOS INFINITAMENTE’, DE JORGE PRAGA Y MANUEL ABEJÓN

Zorita de la Loma. Foto: Manuel Abejón.

¿Libro de viajes? ¿Diario? ¿Conjunto de relatos hiperrealistas? ¿Manual de geografía para no iniciados? Nada de eso estrictamente y algo de todo eso es este libro de difícil encaje en los géneros canónicos. ‘Tierra de Campos infinitamente’ nos propone un viaje mental, emocional, sensorial y a la postre ‘real’ por una tierra que quienes vivimos en, o en sus alrededores, pisamos a menudo sin mirar, tangencialmente, o con una mirada llena de los prejuicios y las etiquetas que rotulan comarcas incluidas en ese cajón de sastre que ahora hemos dado en llamar la España vacía.

Silo y antigua estación del tren en Castromocho. Foto: M. A.

Un territorio que su autor, Jorge Praga, atravesaba de niño en viajes con su padre y más tarde en sus recorridos entre la tierra donde vive, Valladolid, y aquella de la que procede, Asturias, pasando por el León de su infancia y primera juventud. Y un día decidió explorarla, abandonar las carreteras principales y adentrarse en ella con la mirada libre de prejuicios y la compañía cómplice y sensible de la cámara de Manuel Abejón. Juntos han recorrido ‘un mapa que se ha ido dibujando a medida que sus autores se adentraban en el bosque’, por utilizar el acertado símil que Tomás Sánchez Santiago enunció en una reciente presentación del libro editado por Difácil.

De Villarín de Campos a Osorno, de Montealegre de Campos a Arenillas de Valderaduey por citar cuatro puntos imaginariamente cardinales del territorio. Y sin más objetivo que el de la cámara de Manuel. Andar sin un plan, buscando no se sabía qué, pero encontrando. Dejándose llevar por la sorpresa que la casualidad, o el aburrimiento de un paisano con ganas de charla o el rastro encontrado en un documento olvidado iba poniendo a su alcance. “Yo no busco, encuentro”, la frase que se atribuye a Picasso se me venía a la cabeza continuamente durante la lectura. Pues, aun cuando la jornada tuviera un ligero y poco definido primer plan de ataque tras el rastro de una línea de ferrocarril abandonada, de una obra de arte escondida en las siempre cerradas e inaccesibles iglesias, y aunque el fracaso fuera no encontrar las llaves físicas o simbólicas del plan, lo alternativo, lo inesperado daba nuevas alas a la empresa.

Canal de Castilla a su paso por Paredes de Nava. M. A.

Frómista. Foto: M. A.

El libro, como el viaje, no necesita guías. Es más, aunque puede leerse fragmentariamente, aconsejaría leerlo tal y como está planteado, para tener una experiencia similar a la de sus autores: ese no saber qué viene después. Leer sin metas, dejándose llevar. Pero sí se puede hacer una división de partes. Una de ellas lleva el rótulo ‘días’, fechas concretas que puntean el viaje y lo que en ellas sucedió. Luego están las ‘voces’, el monólogo apenas interrumpido de quienes vivieron o resisten en esa tierra, que desgranan recuerdos de una vida irrecuperable, de cuando el censo de estos pueblos arrojaba unas cifras ahora impensables, o de quienes han optado por resistir en ellos renovando el sentido de unos oficios tradicionales marcados por una tierra difícil. Voces protegidas por el anonimato seguramente pactado, aunque su rastro pueda entreverse en los agradecimientos finales del libro. El resto de los capítulos o tiene nombre propio o se refiere a algún aspecto sustancial ya pasado o presente de esta tierra.  Entre los primeros, por poner dos ejemplos en las antípodas, Belarmino Tomás (el líder sindical asturiano protagonista principal de la revuelta minera de 1934, líder político exiliado durante la guerra civil y cuyo incierto origen algunas fuentes sitúan en Aguilar de Campos para conmoción de este asturiano ya casi terracampino que es el autor del libro) y Alejo de Vahía: el escultor de la sonrisa beatífica, de la amable espiritualidad de unos rostros ajenos a las acostumbradas convulsiones barrocas y que tantas muestras de su arte dejó en estos parajes. También encontramos, o encontraron, pues insisto el libro no tenía un plan, estaciones ineludibles para Baltasar Lobo, Caneja o en su extremo para las ‘hazañas’ de Erik el Belga, tristemente célebre en el pasado siglo por su cadena de robos en iglesias y conventos. En el lado de los nombres comunes, está el desaparecido ‘tren burra’, el tren de vía estrecha que en su día revolucionó las comunicaciones reservadas a carros o los burros a los que se refiere su apodo. O la carpintería de lo blanco, asunto artesano artístico que tiene insospechadamente hasta un centro de interpretación y que los autores rastrean por Castroverde de Campos, Vidayanes, Villamayor de Campos o Revellinos.

Cementerio en Pozo de Urama. F: M.A.

Una mirada empática pero no edulcorada recorre el texto. Aquí no hay postales turísticas (ni siquiera en las fotografías a las que luego me referiré). Esa empatía que el autor no encuentra en un libro que sin embargo le sirve a veces de guía, ‘Tierra mal bautizada’ de Jesús Torbado, al que Praga reprocha en varias ocasiones la que considera una mirada negativa en exceso, casi rencorosa, hacia el territorio con el que el periodista y escritor leonés tenía lazos personales. Si la belleza asalta a cada paso: “las vistas sin confines siempre son el premio seguro”, dice Praga en uno de tantos momentos arrebatadores, también en ocasiones la mezquindad de quien nada tiene, o la desconfianza frente al forastero. La amabilidad de quien abre sus puertas sin pedirlo y las dificultades para entrar en los rincones de un patrimonio común. La juventud de algunos proyectos emprendedores que son savia nueva para el territorio frente al pasado más olvidable que pervive en los letreros franquistas de muchas calles. Pero siempre lo exótico. La extrañeza de lo que está a la vez tan lejos y tan cerca.

Villafrades. Foto: M. A.

Y las imágenes. Jorge Praga y Manuel Abejón son amigos desde la juventud. Pero ni siquiera esa amistad garantizaría la conexión entre lo que se cuenta y lo que se ve en las fotografías que acompañan el texto. El fotógrafo se refería recientemente a la dificultad de fotografiar lo tantas veces fotografiado, la necesidad de no caer en el tópico y la de eludir la tentación de imitar a quien lo ha reflejado con acierto (mencionó expresamente a Miguel Martín) La suya es una vía personal llena de hallazgos. Frente a las líneas elegantes o rotundas de tantas iglesias o palacetes, iconos terracampinos de un pasado con más gloria, nos presenta otros iconos (ya casi también pasado) en forma de silos descomunales o de naves agrícolas o industriales sin más objetivo que la inmediata utilidad a costa de la estética. El arco mudéjar y la puerta metálica. El palomar deshaciéndose y el soportal que pervive. Un Santo Entierro de Alejo de Vahía o la puerta pintada por un admirador de Mondrian. Pero el qué no es lo principal en estas fotografías. “Este pueblo está lleno de ecos –dice una voz en ‘Pedro Páramo’, la inmortal obra de Rulfo— Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras”. El silencio que fotografía Manuel Abejón está lleno de ecos, de pisadas. De rumores de viajeros en las estaciones ya olvidadas. De niños que ya no juegan en las calles desiertas. Del agua en las esclusas del Canal. Y eso obliga a detenerse. Hay que mirarlas despacio para escuchar ese silencio tan difícil de reflejar en una imagen.

No hay que ser de Tierra de Campos ni estar interesado por este minúsculo punto en el mapa global (por cierto, qué agradecido el mapa de Javier Casares que inaugura las páginas) para acercarse al libro. Un libro muy personal (que nadie busque catálogos de esto o lo otro) que, entre muchas cosas, es también un motivo para la reflexión. Sobre nuestro presente y nuestro futuro, sobre el tratamiento de la tierra, el equilibrio entre la técnica y la protección del medio ambiente, entre las campañas vacías que dicen estar trabajando contra la despoblación y la cruda realidad. Praga nos ofrece a menudo la suya: pensamientos salpicados en sus páginas, las conexiones que establece entre lo que ve y su propio bagaje cultural, los recuerdos y referencias al cine, a la literatura o a la ciencia que lo asaltan y que amenizan el recorrido.

La experiencia humana es infinita como el verso que el autor toma prestado de su tocayo Jorge Guillén para el título, pero también ofrece múltiples ocasiones para el reflejo. La imagen que nos devuelve el espejo absolutamente personal del autor nos encuentra, aunque aparentemente nada tengamos que ver con ella.

FICHA TÉCNICA

‘Tierra de Campos infinitamente’
Autor: Jorge Praga.
Fotografías: Manuel Abejón.
Editorial: Difácil.
Páginas: 362.
Precio: 22 euros.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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