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Lo que perdimos en whatsapp

Es un hecho. Hubo un tiempo en el que vivimos sin móviles. Fuimos hijos, parejas, amigos sin móviles. Hubo padres sin móviles. Y, lo que parece aún más increíble, fuimos periodistas sin móviles. Incluso los que juramos utilizarlo solo lo justo, para las llamadas urgentes, acabamos socializando en las redes, incluyéndolas en la prolongación de nuestra mano y, por tanto, doblando las cervicales para algo más que leer un libro o pintarnos las uñas. Porque de alguna manera todo está unido y ese aparentemente inocuo aparatito nos informa en tiempo real (sea lo que sea el tiempo real) de cuántos ‘likes’ mereció nuestro último ‘post’. (¡Ah, el lenguaje!)

Sí. Tenemos centenares de amigos y seguidores y nos rodea un halo de comunicación con el mundo. Tener un móvil y no tener whatsapp fue en principio un acto de resistencia, un baluarte frente al adoctrinamiento digital, pero ya se sabe que torres más altas cayeron. La velocidad a la que hemos ajustado nuestra vida fue el mayor enemigo de esa resistencia. Por eso, el dedo pulgar de los nativos digitales es más ágil y está más desarrollado que el de sus progenitores por mucho que compartan el ADN.

Lo malo de un whatsapp, de un sms, incluso de un email, es que no huele, no sabe, no suena, no tiene matices. E incluso los que nos juramos (no aprendemos en nuestro complejo de superioridad) que jamás usaríamos algo tan infantil como un emoticono, acabamos echando mano del catálogo de caritas amarillas por no andar declarando nuestras emociones sin más. Me pregunto cuántos malentendidos circularán al día por el espacio digital. Se te va el dedo con la prisa y acabas enviando un zasca sin querer a un desconocido.

Aparentemente ese muestrario de posibilidades de tocar en el hombro (virtualmente, por supuesto) de otro ser humano, sobre todo si no nos une una relación asentada, nos vuelve valientes, total, que se pierde, vamos allá… A las palabras se las llevaba el viento, pero ahora a los whatsapp, a los sms, e incluso a los emails, se los lleva la abundancia. El torrente. Surfeamos en la ola de nuestros contactos. Lo cual, en el fondo, nos hace cobardes. Una llamada de las de antes es casi como ir a tumba abierta.

No voy a ser hipócrita. Yo estoy ahí, y canto eso de ‘agradecida y emocionada’ y lo de ‘gracias por venir’ cuando un ‘like’ aparece en mi horizonte virtual, aunque me pregunte si el enlace que suele acompañar al mensaje ha sido siquiera abierto. Y agradezco que me traiga noticias de gente a la que perdí por la autopista. Pero a veces echo de menos las voces de mis amigos y las de los desconocidos por descubrir. El arrojo de alguien que se sale de la fila y te mira a los ojos. Para que no nos pase como en el poema de Ana Blandiana: “Soy como el ojo de un caballo/ con anteojeras frente al mundo”.

Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla, el 15 de noviembre de 2018, en mi columna ‘Días Nublados’

 

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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