(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 1 de mayo del 2008)
Llevo varias semanas –si lo pienso detenidamente puede que ya un mes o algo más– yendo y viniendo de Moscú a Leningrado. En condiciones penosas, todo hay que decirlo. Leningrado es una ciudad destruida tras un largo asedio. Su población pasa frío y hambre y algunas personas sucumben por las calles… Las consecuencias de la guerra se dibujan en los edificios y en el alma de sus habitantes. Pero estoy en compañía de Ana, ‘Ana de todas las rusias’, como la llamó Marina, y su compañía me resulta un antídoto contra la pereza, un acicate contra la tentación de tener lástima de mí misma. Es verdad que la traiciono constantemente. La actualidad asedia y hay que atenderla. La Seminci se queda sin director, la Feria del Libro empieza un año más con su cargamento de palabras nuevas o añejas, los libros recientes se amontonan encima de la mesa y me tientan con sus historias, el calendario escolar avanza inexorable y quedan cosas por resolver… Todo eso me reclama en Valladolid. Pero en cuanto puedo, vuelvo a ese país inmenso que vive una de sus zozobras históricas. Vuelvo al frío, a la escasez de comida y a compadecerme de Ana, que sin dinero y bastante enferma vive en una constante inquietud por su hijo preso. ¡Cómo admiro que en esas circunstancias sea aún capaz de escribir! O quizá sean las circunstancias las que le empujan a poner voz al dolor colectivo. Frente al ninguneo oficial, ella continúa su tarea. Sus libros han desaparecido pero la gente en la calle aún se acuerda de ella. En la puerta de la prisión en la que espera encontrarse con su hijo o al menos llevarle algo de comida, una mujer la reconoce y le pregunta si será capaz de describir todo eso. Y ella le responde que sí puede. Y la mujer le pide que lo haga. Lo hará. Algunas de esas personas se han aprendido sus versos de memoria para eludir la censura. Aún pasarán décadas antes de que se publiquen. «Ante esta inmensa desgracia los montes se doblegan/ y dejan de correr los grandes ríos, / pero más fuertes aún son los cerrojos de la cárcel / que esconden los lechos de tablas / y la infinita tristeza». (…) «¿Dónde están ahora aquellas desconocidas / con las que compartí dos años de infortunio? / ¿Qué formas adivinan en la ventisca siberiana? /¿Qué imaginan ver en el círculo blanco de la luna? /A vosotras envío mi adiós y mi saludo», les dirá Ana Ajmátova a esas mujeres que compartieron su misma desgracia. Y aún a pesar del frío y del hambre y del horror de la guerra no quiero apartarme de su compañía. Estoy atrapada en su biografía, gracias a la recomendación de un amigo. Creo que una lectora como Soledad Puértolas hablará de eso cuando en el pregón de hoy de la Feria se refiera a ese momento en que se descubre la fascinación por la lectura. Es un mal que no tiene cura, ni se requiere. ‘Quien lo probó, lo sabe’.