(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 22 de mayo de 2008)
Estuve en la Caravana de Derechos Humanos auspiciada por el Colegio de Abogados, invitada a participar en un acto relacionado con la llamada violencia de género. Y dos cosas se me quedaron enganchadas, tras la visita. Una, la realidad: 60 años después de la Declaración hablar de derechos humanos, según dónde y cuándo, sigue siendo una utopía. Y otra: los derechos no han cambiado, pero la evolución social sí pone modificaciones en la forma de conculcarlos. Lo digo por el cayuco que presidía uno de los contenedores. Y por el estremecedor testimonio que ofrecía el dedicado a la violencia machista. En ambos casos pensé que, por muchas leyes que traten de corregir los abusos –y de cuya necesidad o pertinencia no dudo– la tarea fundamental, que no siempre se menciona cuando se habla de soluciones, tiene que ver con la educación desde la infancia. Educación para la ciudadanía, para el respeto, para la convivencia pero también una educación para las Humanidades, cuya ausencia en los planes de enseñanza en todos los niveles –y del punto de mira de los planes que llevan aparejada palabras como desarrollo, tecnología, ciencias etc– está causando estragos que aún no tenemos instrumentos para calibrar. Algo de todo esto, educación, convivencia, cultura, derechos humanos, reúne el proyecto Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, que acaba de ser galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Artes. Un excelente ejemplo de cómo un proyecto social que implica a niños desfavorecidos va un paso más allá y conduce a sus beneficiarios por el camino de la excelencia artística evitando algo que suele ser común en algunos proyectos de compromiso social: quedarse en un peldaño intermedio sin ofrecer la oportunidad de llegar a esos niveles que parecen reservados a quienes parten de un lugar avanzado en la línea de salida. De su entusiasmo, de su forma lúdica de entender la música y de su calidad tuvieron ocasión de disfrutar los afortunados asistentes al concierto que dirigió en el Auditorio Miguel Delibes el músico Gustavo Dudamiel. Comprendo la satisfacción de Barenboim, unos de los valedores de la candidatura seleccionada, por haber quedado hermanado con ella en el ‘nomenclator’ de los premios. Barenboim y el llorado Edward Said consiguieron el de la Concordia por su West Eastern Divan, esa orquesta que, como un territorio franco, ofrece a palestinos e israelíes un lugar para la convivencia. También a través del arte, también a través de la música. Todo esto nos debería hacer reflexionar. En una de las mejores sesiones de la pasada Feria del Libro Eugenio Trías, José Luis Téllez y Enrique Gavilán se escandalizaban de cómo la música había desaparecido de la formación cultural de los españoles. Humanidades, derechos humanos… La cultura ofreciendo respuestas que otros caminos no dan. ¿Nos dice algo?