(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla con motivo de la concesión del Premio Nacional de Poesía a Joan Margarit por su libro “La Casa de Misericordia”)
Mucho antes de ‘Joana’, el emocionado libro que en el 2002 dedicó a su hija muerta, la poesía de Joan Margarit tenía ya un cierto tono de pérdida o despedida. Quizá lo tuvo siempre por ese machadiano destino poético de cantar lo que se pierde. «Definitivamente se trata de mi otoño,/ un tiempo de alianzas imposibles,/(…) La edad del adulterio y el olvido/sin ninguna esperanza, la edad fría,/la partida final contra uno mismo», dice ya en ‘Los motivos del lobo’, un libro de 1992. Su opción por la llamada poesía realista es tan clara como natural su desapego hacia los motivos de unos y otros defensores de modos o etiquetas. Margarit ha ido construyendo su poesía intentando poner distancia con el sujeto, sin desechar los materiales que la vida iba poniendo a su paso. Dice que en esa tarea le ha ayudado el haber sido profesor de Cálculo de Estructuras en Pero en ese ejercicio de distancia y de dar el máximo con las mínimas palabras, se ha acercado a la experiencia compartida. Ya no es la propia emoción la que invade el poema, sino la que pone el lector transmutado en quien rinde cuentas con la vida, el que dialoga con el niño que siempre le acompaña, el que piensa a los que la vida le arrebató o el que pone la mirada escéptica que no sarcástica sobre su tiempo.
EN EL MUSEO Junto a su hijo, en cuclillas ante el cuadro, con un grave ademán aprieta el puño y trata de explicar aquella fuerza que le parece ver en la pintura. Esta vieja obsesión por transmitir a los pequeños nuestras pobres armas. Atento, el niño mira con temor Quizá intuye la soledad que ocultan los gestos, la retórica del arte. Siempre está ante nosotros la verdad pero, como al mirar el cielo de la noche, no podemos ver más que la grafía de algun poema en una lengua extraña.
(Del libro “Estación de Francia”)