Un director permanece vivo mientras es capaz de asumir riesgos, de no repetir fórmulas. Amos Gitai sigue vivo. Se le puede reprochar que, de una u otra manera, su cine esté siempre condicionado por su origen judío. El conflicto entre Israel y Palestina, la geografía de ese conflicto, el Holocausto… están en la mayoría de sus películas. En ‘Más tarde comprenderás’, la que compite este año en la Sección Oficial de la Seminci, también. En esta ocasión es la recuperación de la memoria –ese asunto tan de actualidad en España– la protagonista. Tema vital del que se suele considerar su dimensión colectiva, sin reparar en lo mucho que cuenta para un individuo saber quién es en realidad.
A Victor, el protagonista del filme, le ha escamoteado una parte de su historia, la que corresponde a la rama judía de su familia: sus abuelos, judíos rusos, que desarrollaron un próspero negocio en Francia, fueron denunciados y deportados a un campo de concentración donde murieron. Su madre nunca le habló de ellos en la infancia, su hermana y él fueron bautizados en la fe católica y jamás han pisado una sinagoga. Pero él ha descubierto las cartas que se enviaron sus padres durante la guerra y ahora necesita saber. Su madre no le va a ayudar.
Gitai ha elegido para contar esta historia una forma de narrar dura como el tema que toca, asfixiante a veces como debe de ser no saber de tu pasado, oscura como los hechos que están en el origen del conflicto. No hace concesiones, ni halaga al espectador.
El filme es por momentos muy teatral, una película dialogada en la que los ‘flash back’ toman a veces la fórmula de monólogo interior. Se arrriesga con los primeros planos y confía en unos actores, encabezados por Jeanne Moreau, que le siguen con eficacia y son capaces de decirnos mucho con pocos planos.
No hace lo mismo Doris Dorrie, cuya película ‘Cerezos en flor’ está llena de concesiones. Una ocasión perdida de contar en profundidad la transformación interior de un individuo que, justo después de morir su esposa, es consciente de lo poco que la conocía y del miedo que le daba conocerla a fondo, sin duda por sospechar que, de haberlo intentado, habría tenido que esforzarse por estar a la altura de las circunstancias. Apasionante tema que Dôrrie desaprovecha dejando naufragar su filme, sobre todo en la segunda y decisiva parte.
La directora se demora en llegar al núcleo duro de la trama, sin embargo, la primera parte del filme promete. Las relaciones familiares, Trudi, la esposa que ha renunciado a sus sueños por dedicarse a su marido y a sus hijos, éstos alejados de sus padres, con unas vidas en las que sus progenitores apenas tienen sitio… Todo está correctamente reflejado. Hasta ahí, a Dôrrie no sólo se le nota el oficio.Más adelante se le nota el mucho cine que ha visto y su gusto por la estética oriental. (¿No recuerda en cuanto al estilo lo último de Naomi Kawase?) Es en la segunda parte cuanto todo camina hacia el naufragio. Cuando Trudi muere repentinamente llevándose a la tumba el secreto de la enfermedad incurable y progresiva de su marido, a éste se le derrumba su ordenado mundo. El problema es que este derrumbe y su viaje posterior hacia el paisaje que ansiaba conocer su esposa se cuenta en la superficie. No hay conmoción y sí mucha inverosimilitud. Para el ordenado y gris oficinista que es Rudi, un hombre que odia el riesgo, que apenas ha tratado de conocer a sus hijos y al que no se le conoce pasión alguna, nada de ese viaje tendría que resultar fácil y sin embargo aquí lo parece, todo parece lógico, desde que se vista con las ropas de su mujer hasta que aparezca en su vida esa joven de 18 años, que vive en la calle por elección –en una colonia de presuntos ‘homeless’ que parece un campamento colegial– y que le acompaña en el final de su aventura. El protagonista recibe hasta un curso acelerado de danza buhto –tema difícil donde los haya– como si tal cosa.
Por último, el finlandés Mika Kaurismaki nos llevó a una noche de Navidad y reencuentro. Tres amigos bien entrados en la madurez y a los que la vida ha golpeado ya lo suyo se encuentran en un bar y beben. Y hablan. Hablan sin parar. Descargan sus frustraciones. La vida no ha resultado como esperaban y la bebida ayuda a la sinceridad y al exceso verbal.
La acción de‘Los Reyes Magos’ apenas sale del karaoke donde pasan la Nochebuena y donde son los únicos clientes. Apenas al principio la película ofrece unas cuantas secuencias que sirven para situar a los tres amigos en una peripecia vital. Uno de ellos, Matti, que es policía, ha sido padre por primera vez esa misma noche, pero sospecha de su amigo Erkki. Éste, un fotógrafo con fama de Don Juan tiene cáncer y los médicos le han desahuciado. El tercero, Rauno, un actor de capa caída, vuelve a casa para la visita anual de la Navidad y se encuentra con que su ex mujer se ha suicidado y su hijo le culpa.
El resto –todo– son las conversaciones entre ellos y la irrupción en el bar y en sus vidas de una mujer, que no es precisamente feliz. Esta película ya se ha visto. Kaurismaki intenta ser liberador al final, no ahogar al espectador en las penas de sus protagonistas, pero para ese momento está tan fatigado que importa poco. Ni los guiños más o menos humorísticos ni una cierta mirada tierna de última hora pueden ya compensarle.
Mika Kaurismaki que, a pesar de su extensa filmografía no puede evitar que se le conozca como ‘el hermano de Aki’, dedica la película a la memoria de John Cassavetes. Espero que a Cassavetes, esté donde esté, no le haya molestado demasiado.