PÁGINAS DE ESPUMA PUBLICA SUS CUENTOS COMPLETOS CON TRADUCCIÓN DE AMELIA PÉREZ DE VILLAR
Thomas Wolfe (Ashville, Carolina del Norte-Baltimore, Maryland 1938) fue escribiendo a lo largo de su breve pero intensa trayectoria literaria una suerte de autobiografía, cuando el término ‘autoficción’ aún no estaba en las agendas de las editoriales ni en los propósitos de los autores. Pero es fácil reconstruir su vida, sus circunstancias, la peripecia de su familia y la sociedad en la que se movió, la historia de un país en construcción, a través de las cuatro novelas que dejó escritas cuando una tuberculosis puso fin a sus días y de sus numerosos cuentos que ahora se reúnen por primera vez en español con una nueva traducción de Amelia Pérez de Villar.
58 piezas entre novelas cortas y relatos en los que se despliega la prosa torrencial, rítmica, en ocasiones lírica y en ocasiones expresionista de Wolfe quien tuvo la suerte en vida de encontrar uno de esos editores que haciendo honor a su nombre acompañan, orientan, estimulan y, en el caso que nos ocupa, encauzan el torrente de palabras, obligan al recorte y dejan en abarcables, aunque voluminosas, las historias del autor. La relación con Maxwell E. Perkins, que también fue el editor de Hemingway y de Scott Fitzgerald se llevó al cine de la mano de Michael Grandage en ‘El editor de libros’.
Estos ‘Cuentos’ completos de Thomas Wolfe vienen de la mano de Páginas de Espuma que inicia con ellos una nueva línea de trabajo que nos acerca en el tiempo a los clásicos del siglo XX (hasta ahora había abordado la narrativa breve completa de autores como Poe, James o Chejov) y nos colocan ante una nueva traducción. Tenemos así noticia del universo Wolfe. Su narrativa breve expuesta cronológicamente y expuesta en contexto a la traducción. Como ha reconocido Amelia Pérez de Villar, enfrentarse a este corpus ha sido como la tarea de una vida. Al menos 14 meses de trabajo en los que se ha sumergido en el universo de un escritor con un mundo propio pero no afectado, difícil pero no pretendidamente difícil. Sin una voluntad de estilo pero con un estilo muy personal y reconocible. Y en ese contextualizar está a su juicio la ventaja de esta traducción frente a otras aisladas de su obra: la posibilidad de enfrentarse a las constantes de un autor, sus obsesiones, sus repeticiones, frases que aparecen una y otra vez como una letanía y que adquieren todo su sentido en esa repetición.
A través de sus relatos que a menudo cortan la respiración sin necesidad de acudir a truculencia alguna, que no son sino la consecuencia de un gran observador que no se queda en la superficie de lo que ve, porque siempre está la gran pregunta sobre lo que significa vivir en la segunda capa de la narración, seguimos no ya la historia de su familia, sino la de un país que ya era el país de grandes contrastes que es hoy. El Nueva York que conoció es el de la construcción de los grandes rascacielos, mientras en los Estados del Sur era aún visible el rastro de la esclavitud. Leerlo con los ojos de hoy es comprobar su vigencia.
En los 38 años que vivió le dio tiempo (a pesar de la lentitud de las comunicaciones) de viajar por Europa, de asistir en Alemania al surgimiento del nazismo, de instalarse temporalmente en Londres, ciudad que consideraba un lugar apropiado para escribir. Y a (re)construir su historia personal desde la ficción. Vemos a su padre, el tallador de lápidas y su taller con esos ángeles de piedra que vigilarán su narrativa; vemos a sus hermanos, al pequeño Grover que murió de tifus y al que encontramos evocado en ‘El muchacho perdido’. Y lo vemos todo, pero también lo oímos y lo olemos todo, porque los sonidos y los olores están tan presentes en su afán de totalidad como los cambios de luz o la influencia de las estaciones en los estados de ánimo de sus personajes.
Su fama como escritor ha sufrido oleadas como el oleaje de su escritura. Pero ya sus contemporáneos resaltaban su extraordinario talento (Faulkner, Sinclair Lewis…) Una tuberculosis interrumpió de manera definitiva la corriente sanguínea de su escritura. Y cosas del destino: está enterrado en Ashville, en el mismo cementerio donde reposan los restos de otro gran cuentista de Norteamérica profunda: O. Henry. Sin duda, un lugar lleno de pequeñas grandes historias.