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El ruido y la furia

(Publicado en la edición impresa de El Nortede Castilla el 23 de julio del 2009)

El nombre de Cristino de Vera me hizo detenerme en la noticia. Recordé que hace años, a través de un amigo común, me había enviado un catálogo dedicado de una de sus exposiciones en Madrid. Recordé su pintura silenciosa y grave. Tan poco comercial, para entendernos. El titular hablaba del regreso del pintor a Tenerife, su tierra natal, donde ha abierto una fundación que concibe como un «espacio para la paz y el silencio». Me hizo gracia que dos palabras así se hicieran hueco en el terremoto de la información diaria, que ese susurro hubiera llegado a la meta del terminal de mi ordenador entre cientos, miles, de gritos. En medio de los misiles aterrizaba una especie de paloma. Imprimí el teletipo para rescatarlo aunque fuera por unas horas o unos días de la vorágine, del atropello, de la trituradora diaria de la ‘actualidad’. (Esto lo hago a veces. Rescato noticias que sé que no van a llegar a los lectores y las dejo por unos días en la otra vorágine más asequible que es mi mesa de trabajo llena de libros y papeles. A veces duran meses ahí. Cogen polvo, se ponen amarillas y, cuando se las lleva alguno de esos ataques de limpieza que sólo yo soy capaz de discernir, pienso en lo fugaz que es todo. Y tal…)

Esta mañana (ayer para ustedes) leía en la prensa las crónicas del concierto de Madonna en Barcelona. Y casi podía sentir en mi cuerpo las vibraciones de los decibelios que debieron retumbar en el Estadio Olímpico. Las cronistas hablan de exceso, de derroche, «el espectáculo por el espectáculo». Pienso que cada vez que una estrella de estas hace un ‘bolo’, hay que construir una ciudad metálica, encauzar cataratas de watios, mover toneladas de material por todo el mundo. Es como si la música ya no fuera nada por sí sola, como si el mensaje tuviera que envolverse en ruido para hacerlo llegar. ¿O el ruido es el mensaje? Bien… Algo de exceso no está mal de vez en cuando, a todo el mundo le conviene una cuota de ‘desmelene’ alguna vez, lo malo es que cuando se convierte en norma, se nos embotan los sentidos. Perdemos paladar. Y tacto. Ahora no es posible asistir ni a una verbena de barrio ni al cine más pequeño del lugar más perdido del mundo sin que te agredan con el sonido o con la velocidad de las imágenes. (Cuando en una sesión de cine acaban algunos ‘trailers’ yo estoy temblando en la butaca). Y el ruido es sólo un síntoma, lo que se percibe inevitablemente.

Vuelvo de forma instintiva al teletipo de Cristino de Vera. Decía el pintor que el edificio que alberga su fundación mezcla la arquitectura de la casa tradicional canaria con la paz oriental, frente a un «mundo moderno que tiende al ruido y a la distracción». Al ruido y a la furia añado yo con permiso de Faulkner.

Decía también que la epidemia del siglo XXI es el entretenimiento (y hasta el entretenimiento se ha vuelto agresivo, puntualizo) y se preguntaba quién se preocupa hoy en día de «enseñar silencio y belleza al ser humano». Y hablaba de la belleza como de un bálsamo. De todo eso hablaba aunque no lo recojan las crónicas.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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