(Publicado en la edición impresa de El Norte el 3 de septiembre del 2009)
Siempre es igual por estas fechas: Me resisto a deshacer del todo la maleta. Siento que si lo hago perderé parte de las cosas buenas que he acumulado durante las vacaciones. A veces tenemos que hacer cientos o miles de kilómetros para recuperar una amistad, una sensación o una vivencia. Eso que la mayoría de las ocasiones podríamos hacer sin ir tan lejos, pero que vamos dejando por pereza porque nos abandonamos a la vorágine de la vida diaria o simplemente a la rutina que juegan en nuestra contra. Yo he tenido que ir al sur del sur para encontrar esas cosas que ahora temo olvidar engullida por una vertiginosa realidad. Y mi maleta sin deshacer del todo es mi aliada.
Al sur del sur, en un punto del predesierto del Sáhara marroquí hay un lugar en el que a pesar de los móviles e Internet se puede pensar que quedan otros mundos. Que otra forma de vida es posible. Tuve que llegar hasta allí, hasta El Khorbat, un ksar del siglo XIX, un pueblo fortificado de tierra cruda, a
En El Khorbat no hay cine, ni de verano ni de invierno. Pero cada noche, hasta bien entrada la madrugada, las niñas de las fotografías olvidaban su lugar de procedencia, todo lo que había llenado la vida que las convirtió en mujeres adultas y se tumbaban en la azotea para contar estrellas fugaces.Y lo hacían a gritos como si de pronto volvieran a ser esas adolescentes cuya única preocupación en el futuro inmediato era decidir qué carrera estudiar o si el chico que les gustaba se declararía por fin.
¿Cuánto tiempo hacía que de mi vida había desaparecido
Pero no sólo eran las estrellas. Era esa sensación perdida de los muy cálidos veranos de Madrid, en los que los vecinos de viejos edificios sin aire acondicionado se subían a las azoteas para combatir el calor y compartir una charla que ahora se nos antoja inalcanzable.
Y todo porque mi amiga Aurora Garrido decidió enrolarse en un proyecto que tiene que ver con el compromiso con la riqueza patrimonial del lugar y con la forma de vida de los pueblos bereberes. Y ella, una arqueóloga metida a guía turística, ha hecho de este lugar su casa. Y ha atraído a más gente cansada de una vida que desde esa distancia, desde la vista del palmeral próximo, desde la penumbra de las casas de adobe, desde el sonido de la llamada a la oración que va indicando las horas del día, desde las miles de tonalidades de la arena rojiza en el atardecer de las dunas de Ergg Chebbi, desde el silencio del desierto, se antoja lejana e irreal.
Y ahora estoy aquí a punto de entrar al cine. Con la sensación de haber recuperado la ilusión por el cine de verano, ese que te permitía mirar al cielo mientras te contaban una historia. Hace sólo unos días nos contábamos historias mientras las estrellas fugaces nos hacían promesas desde el cielo.
(En la fotografía, azoteas de El Khorbat)