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Mucho que hacer

Se respira estos días (o meses) un aire de derrota. Veo imágenes de cuestas abajo, de desánimo generalizado que nada tienen que ver con el cambio de estación y la llegada del melancólico otoño. Ni me refiero tampoco a los panfletos que interesadamente incendian la mecha de los malos augurios para sacar tajada política o económica, tanto da.
En las conversaciones –en las más lúcidas, quizá – se habla de una sociedad decadente, de valores perdidos, de cambio de era. De un tiempo en el que parece que todo vale, en el que se ha instalado la visión a corto plazo (la de las elecciones primeras, la de la próxima campaña de ventas, la del ‘tente mientras cobro’) y el individualismo más atroz. Los medios transmitimos la imagen de unos jóvenes desnortados luchando por mantener en pie el botellón de turno en vez de estar luchando por cambiar el mundo que es lo que se suponía antes que tocaba a su edad. Y si es malo generalizar o enfocar sólo a una parte, sucesos como los de Pozuelo debería hacernos reflexionar sobre qué está pasando para que haya jóvenes que deciden beber para olvidar que no conocen otro modo de diversión que destrozar el mobiliario urbano. Finalizado el capítulo de sucesos, los medios de más audiencia dan cabida a todo lo más granado del cutrerío nacional y construyen diarios monumentos a la zafiedad, a la ignorancia y a la chulería.
Pero si es preocupante este panorama y el ambiente de pesimismo que genera, vitaminado por una crisis económica a la que por mucho que se empeñen los gobernantes no se le ve el final, más preocupante es aún el ambiente de aborregamiento generalizado, de aceptación de la mediocridad como presunta tabla de salvación, de globalización del conformismo ante la que está cayendo. ¡Qué miedo me da toda esa gente, carne de salvapatrias iluminados, que decide quedarse en casa en unas elecciones porque ‘todos los políticos son iguales y van a lo que van’! ¡Qué miedo los que esperan de brazos cruzados y masticando bilis su turno para reproducir en cuanto que tengan la más mínima oportunidad, aunque sea a pequeña escala, las actitudes que tanto reprueban en sus gobernantes! ¡Qué miedo todos esos corruptos en potencia que estarían encantados de aceptar un traje a medida de su hipocresía!
En mi última columna me reía de mí misma, de esos días en los que, en un ataque de utopía o ingenuidad, me daban ganas de cambiar el mundo. Pero, ahora en serio, ¿qué hubiera sido, por ejemplo, de nosotras las mujeres si unas locas no hubieran salido a la calle jugándose el tipo y la libertad para reclamar el voto que hasta entonces se nos negaba? ¿No era eso una utopía tamaño extra?
Seamos serios. No abonemos el camino a cualquier aspirante a pasar a la historia, aunque sea con minúsculas, que quiera venir a salvarnos. Aunque las listas del paro digan lo contrario, todos tenemos mucho trabajo que hacer. Hagámonos un favor y usemos la cabeza y las manos para algo más que mesarnos los cabellos.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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