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Oficio de editor

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Entre las profesiones que admiro profundamente hay dos que sobresalen. Una de ellas es la de médico. Cualquier persona que dedica su vida laboral a paliar los dolores del cuerpo o del alma del prójimo tiene de entrada todo mi respeto. Si además es uno de esos profesionales a los que no se les nota si el sistema le está apretando el botón del cuello de la bata, y siempre se pone en el lugar del miedo o el desconcierto de quien tiene enfrente y sólo su presencia (su sonrisa o su templanza) es el primer alivio del paciente, tiene además mi admiración de por vida.

La profesión que podría ocupar el segundo puesto entre las que provocan mi simpatía más extrema es menos necesaria aparentemente y, desde luego, mucho menos urgente. Me refiero al oficio de editor. Sobre todo, si hablamos de eso que se ha venido en llamar editores ‘independientes’. Término que usado como apellido de editor quiere decir que lo pasa fatal para cuadrar la cuenta de resultados porque no le respalda ningún gran grupo, ni banco, ni negocio mediático alguno.

No puedo evitar sentirme atraída por esos raros ejemplares de seres humanos que arriesgan su casa y hacienda para compartir con los demás lo que suele ser uno de los placeres principales (si no el primero) de sus vidas: leer un buen libro. Leer es un vicio solitario que cuando está muy depurado, todo lo más, proporciona después a los afectados por la adicción el placer de compartirlo con algún cómplice (cada vez más escasos), en pequeñas reuniones semiclandestinas, donde se pasan ejemplares de esos textos, a menudo culpables de no estar en ninguna lista de éxito y de encerrar una luz que hizo más llevaderas las tinieblas de sus perplejidades. Nunca tendríamos ese placer o no lo tendríamos tan cómodamente si no existieran esos locos empeñados en compartir su enfermedad en reuniones más amplias que la de una tertulia de colegas.

Bien pensado, cuando el editor sale fino, tiene algo de médico, y de confesor (los médicos son también confesores, cuando tienen oído). A menudo los editores funcionan como los terapeutas de sus autores. Cargan con sus miedos, con sus inseguridades. Les animan en los momentos más turbios. Les aconsejan como una madre. A veces claro también funcionan como una madrastra. De todo hay. Encontrar un buen editor, un editor sincero y generoso es tan importante como encontrar un médico en quien confiar.

Y todo esto viene a cuento porque me ha emocionado el homenaje que Almudena Grandes le hace al que ha sido su editor en estos años y que falleció recientemente. Antonio López Lamadrid era el 50% del alma de Tusquets y alguien que podría sentirse muy orgulloso de saber cómo le ve una de sus autoras.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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