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La mujer de las acerolas

Lo primero que oí al despertarme fue al líder de un partido político diciendo que él no notaba nada. Que todo estaba bien, mientras un olor putrefacto se extendía a su alrededor. Entonces me pregunté si los votantes de ese partido cuyo líder tenía un problema en la pituitaria, en particular, y los votantes de otras opciones políticas en general íbamos a exigir algo, por fin; si, hartos, acabaríamos por asumir nuestra propia responsabilidad mandándoles a su casa. Y lo que me respondía no era muy optimista
A continuación fui a una rueda de prensa de tintes surrealistas en la que se cruzaban mensajes totalmente equivocados sin que nadie pareciera percatarse o, si se percataba, se atreviera a decir algo. Y me preguntaba si al final ese asunto –que a los periodistas les llegaran mensajes erróneos que probablemente transmitirían– le importaría a alguien. Y, al hilo de esto, me pregunté si cierta ignorancia que se extiende en algunos sectores, fomentada por lo fácilmente que cuela ahora cualquier cosa, tendría solución algún día. Y lo que me respondía era ciertamente muy poco optimista.
Definitivamente era una mañana de pensamientos sombríos, como si la primera lluvia del otoño, tan tímida, a mí me hubiera calado hasta los huesos… Entonces ella me obligó a pararme y paró en seco todos mis negros pensamientos.
Allí estaba. De espaldas al tráfico infernal, al ruido y a la polución. Ajena a la prisa de los demás. Completamente concentrada en lo suyo. Era la mujer de las acerolas. (A-ce-ro-la, ¡qué bonita palabra desconocida para mí hasta que vine a vivir a Valladolid!). Me quedé a dos metros de ella por el placer de contemplar el mimo con el que disponía su mercancía en un puesto improvisado. Amarillas y rojas, las acerolas ponían la nota amable en la cara habitualmente agria de una calle que soporta más tráfico y más veloz del que sería aconsejable en una vía con soportales. Eran tan llamativas y tan simplemente ciertas que no necesitaban ni siquiera de un cartel. Ninguna campaña publicitaria apoyaría su salida al mercado. Al deseo que entraba por los ojos le seguiría una relación comercial bastante sencilla. Ver a la mujer de las acerolas llenar las bolsas con su mercancía, con toda su calma, era una de esas imágenes que te reconcilian con el mundo. Por fin, alguien haciendo algo con cuidado. Con gusto. Sin engaño.
Y esa imagen me trajo otra de hace muchos años. La de aquella anciana a la que cada día contemplaba instalar su puesto de violetas en el mercadillo al aire libre de una céntrica calle de Praga. Cuando volvía por la noche la veía recoger el puesto, uno de esos con ruedas que se cierran como si fueran una casa de muñecas. Qué habrá sido de aquella mujer constante que mimaba sus violetas y que era siempre de las últimas en abandonar el mercadillo hiciera frío o no.
Dejó de llover. Yo tenía acerolas y estaba en calma. Dos mujeres me habían devuelto la confianza en las cosas bien hechas.

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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