(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el jueves 22 de octubre del 2009)
Voy a saltarme una regla básica de mi oficio que consiste en no airear las dificultades que a veces tenemos los periodistas para ejercer nuestra tarea. Y lo hago no por corporativismo, ni para hacerme la víctima en nombre de toda una profesión (no tengo tantas ínfulas) sino para poner de manifiesto un fenómeno preocupante, que se extiende como una mancha de aceite, y del que a veces pienso que ni los propios afectados somos muy conscientes.
Viene siendo una práctica habitual en no pocas instituciones que, después de convocar a los periodistas a un acto con el fin de que lo divulguen convenientemente, no contemplan en sus protocolos un lugar adecuado para que esos mediadores sociales hagan su trabajo como es debido. ¿Cómo se sentirían ustedes si, después de haber sido invitados a una fiesta –y no por su cara bonita sino para que cumplan con su trabajo y ésta llegue a ser conocida por la sociedad , único interés que tendrían en ella– llegaran al lugar de los hechos y, como mucho, fueran relegados a la última fila (si hablamos de un salón de actos) o al gallinero (si hablamos de un teatro), donde esa función es imposible de cumplir adecuadamente?
Pues esto se está convirtiendo en una práctica habitual en instituciones que se precian de saber de protocolo. Y si hay más de una institución implicada en un acto las situaciones llegan a ser surrealistas. («Que qué hacemos con los periodistas», se preguntaban recientemente jefes de protocolo en una inauguración oficial de postín, mientras los susodichos eran llevados como zarandillos de un lugar de la comitiva a otro). Y lo peor es que la mayoría de los informadores acepta este trato sin rechistar. Si alguno protesta, aunque sea educadamente, se encuentra con malas caras. «¡Ya está el pesado/a de turno dando la paliza!», se puede leer en los rostros mudos de algunos encargados de gabinetes de prensa que con tanta velocidad olvidan que no hace tanto estaban en el otro lado de la trinchera informativa.
Bien. Y qué me dicen de los llamados ‘canutazos’, momento impagable en el que algún cargo político, preferentemente ministro o similar, desciende de su altura para conceder a los plumillas unos segundos de atención, éstos de pie, apretujados, luchando a brazo partido por colocar un micro o la oreja para poder hacer la siguiente pregunta con sentido, como si en algún lugar hubiéramos convenido que nos importa el titular llamativo pero vacío, o la declaración insulsa que es lo único que dan en esos casos, en vez de la información debida.
Convengo con algún compañero que esa falta de respeto nos la hemos ganado a pulso, quizá porque hemos sido los primeros en olvidar cuál es nuestra función social de intermediación. Que el derecho a la información es de nuestros lectores y que el respeto que se nos debe es el respeto que se debe a la sociedad de la que somos intermediarios.
De estos polvos hemos llegado a los lodos de las ruedas de prensa sin preguntas. Aberración que empieza a ser una epidemia. ¿Seremos capaces de atajarla?