(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 12 de noviembre del 2009)
Puede que los lectores habituales de esta columna (sé que los hay porque me lo cuentan, y yo no tengo palabras para agradecerlo) sepan porque lo haya contado alguna vez que mis escaparates preferidos son los de las librerías. Puede que les parezca extremado o ingenuo pero me asomo a esos escaparates con la misma ilusión con la que pegaba la nariz en los escaparates de las jugueterías de mi infancia. Convencida de que me pondrían delante de los ojos maravillas inimaginables.
Más que mirarlos los estudio, sopeso la intención del librero, critico mentalmente el despliegue de best seller y aplaudo a quien arriesga a publicitar, así tan silenciosa y humildemente como lo hace un escaparate, un libro de filosofía, un clásico de poesía o un sesudo estudio que, a pesar de tener todo en contra, hallará el lector que justifica su existencia en esa ventana.
Al contrario de lo que ocurre en cualquier otro sector del comercio los escaparates de las librerías no cambian continuamente, ni siquiera a diario. Así que los que encuentro en mis recorridos habituales acabo sabiéndolos de memoria. Y aún así me paro.
Quizá se me haya pasado algún título, quizá, en un rincón, un libro ya vendido haya sido sustituido por una novedad diferente. Me entretengo comprobando que hay libros que se pasan días y días en un mismo lugar sin que nadie les mueva, quizá sin que nadie repare en ellos.
Mi pequeña rebeldía contra la agresión continua de la publicidad no buscada, contra la velocidad que supuestamente nos acerca la información, cuando lo que a menudo nos acerca es el ruido y la fragmentación que conduce a la ceguera, es dejar pasar el tiempo que casi nunca tengo delante de tantas maravillas anunciadas. Los escaparates de las librerías me sosiegan, como me sosiega el mundo que anuncian. No sé si al libro, tal como lo conocemos, le queda mucha vida. No sé si en el futuro el libro olerá (qué placer oler un libro recién salido de la imprenta), si seguirá teniendo el tacto del papel, si se dejará subrayar o anotar en los márgenes, pero mientras sobreviva sobrevivirán los escaparates silenciosos que los muestren.
Mi correo electrónico se parece a veces al escaparate de una librería. Sólo que en este caso me produce sentimientos encontrados. Ansiedad, de comprobar todo aquello a lo que no llegamos por falta de tiempo. Y sorpresa de ver que, en medio de los apocalípticos anuncios sobre el fin del libro impreso, cada vez son más las editoriales que reclaman atención de la prensa especializada. Porque así es este mundo veloz y globalizado que vivimos: un mundo lleno de contradicciones que los periodistas apenas podemos explicar. Pero, mientras tanto, se cuelan en el correo buenas noticias relacionadas con ese vicio, con esa vida que es leer. La editorial Gadir, que heroicamente dirige Javier Santillán, acaba de recibir el premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Nacional. Y no puedo evitar sentirme partícipe por haber creído desde el principio en su impagable labor.
(La foto es de Gabriel Villamil)