Tenía un amigo con una costumbre que entonces me parecía extraña. Estaba haciendo una colección de fotografías titulada ‘Lo que mi hijo no verá’. En aquel entonces creo que la idea de los hijos estaba muy lejana en su horizonte, pero a pesar de eso a veces paraba el coche inesperadamente en una cuneta para fotografiar una señal de tráfico antigua, un tipo de mojón que parecía de la época romana o un cartel publicitario de esos que perviven milagrosamente, porque nadie se acordó de retirarlo y tienen esa pinta añeja que nos remite a un tiempo que quizá ni siquiera vivimos. Recuerdo que un día visitamos un pueblo abandonado y en medio de la pared desvencijada de lo que había sido el lugar de reunión cuando el pueblo estaba vivo y había niños en sus calles y escuela con gritos en el recreo y misa los domingos sobrevivía reluciente una placa pequeña con la leyenda ‘teleclub’. Daba un escalofrío que siguiera como recién puesta, cuando ya la hierba se había adueñado del espacio detrás de la pared. No tengo que decir que rápidamente se incorporó a la colección.
No sé qué habrá sido de mi amigo con el que perdí todo contacto. No sé cómo va su colección pero mucho me temo que, de haberla continuado, las técnicas digitales le habrán sido de gran ayuda. Desgraciadamente la cantidad de cosas que sus hijos, si es que finalmente los tuvo, no conocen de lo que rodeó la infancia y adolescencia de su padre llenarían un archivo monumental. Recuerdo que por entonces andaba loco por fotografiar un pelícano porque había leído en alguna revista científica que a estos simpático bichos les quedaba poco para desaparecer de la faz de la tierra. Poco después vino la enfermedad de los olmos y las plazas de muchos pueblos, incluido el de mis abuelos, perdieron ejemplares hermosísimos, cambiando de paso la memoria de los niños que apenas pudieron tener su recuerdo. Creo que de entonces se me quedó el tic casi inconsciente de pararme a pensar en lo que esos niños de ahora no tendrán oportunidad de conocer.
No son sólo elementos del reino animal, vegetal o mineral. También son palabras. Cantinelas, frases, que, como la lista de los reyes godos, forman parte de la arqueología del idioma.
Me vino el otro día de repente. Una expresión, dos palabras que iban juntas como un poema de la infancia escondido en el libro de geografía: ‘nieves perpetuas’. Me quedé repitiéndola un buen rato: ‘nieves perpetuas’. ¡qué maravilla! Me había venido a la mente viendo un reportaje sobre el calentamiento del planeta. Alguien hablaba en la televisión de la desaparición de los glaciares y entonces oí ‘Monte perdido’ y por esa asociación de ideas que es un resorte incontrolado dije en alto ‘nieves perpetuas’.
En Copenhague se negocia si algún día se podrá negociar la posibilidad de que el sentido común haga posible la negociación sobre el futuro de la humanidad. Y todo el mundo está muy contento porque Estados Unidos ha declarado oficialmente peligrosos para la salud los gases de efecto invernadero. Mientras tanto sube el nivel de los mares y la sirenita anda con el agua al cuello.
El sentido común de la humanidad se ahogó hace tiempo.
(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 10 de diciembre del 2009)