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Ser testigo y contarlo

El jueves pasado regresaba a primera hora de la tarde de Madrid y venía contenta. Había asistido a la presentación de la última novela publicada de Guillermo Cabrera Infante, su “biografía velada” ‘Cuerpos divinos’ que publica Galaxia Gutenberg. La había empezado a leer y el comienzo ya me había captado. Me alegró porque no he sido una lectora empedernida del autor cubano, con el que en un momento dado puse distancia literaria. En cambio, guardo un excelente recuerdo de nuestro único contacto personal: una entrevista telefónica con motivo de la concesión del premio Gabarrón. Él ya estaba muy enfermo y no se movía de su casa de Londres. Pero el teléfono estaba abierto y él no tenía prisa. Charlamos el tiempo que yo quise, mejor dicho, el que tenía en ese momento. Me pareció una persona extremadamente educada ycálida. La misma sensación traía el jueves tras una charla improvisada con su viuda, Miriam Gómez. Pero traía una sensación aún más agradable que la que me había deparado esta mujer de palabra fácil y sonrisa abierta: la de que Cabrera Infante tenía muy buenos amigos.

Asisto a muchas presentaciones de libros. Todas con un guión parecido. Son las palabras que allí se entrecruzan, entre los elogios esperados y el mayor o menor conocimiento de las obras o autores presentados, las que acaban dejando huella o, por el contrario, perdiéndose en el río desbocado de la actualidad literaria. Pero aquel acto me había dejado huella. Allí estaban los amigos del autor de ‘Tres tristes tigres’. Juan Goytisolo, Juan Cruz y Fernando Savater mezclaron sus sentimientos con su admiración y nada sonó impostado, oportunista o exagerado. Hasta Fernando Rodríguez Lafuente, que estaba allí, entre otras cosas, por razón de su cargo (era director general del Libro cuando Cabrera Infante recibió el premio Cervantes) y que él mismo se autocalificó como el “becario de la reunión”, consiguió mezclar erudición y calor en su intervención. Pensé: qué suerte la de este hombre que entre sus muchos lectores los tenía tan cualificados, y que, además, le querían. El no va más para un escritor.

Luego, llegué a Valladolid y supe del agravamiento de la salud de Miguel Delibes y todo pasó a un segundo plano. Tras su muerte, empezó otra vorágine de escritos, recuerdos, palabras, llamadas… Esta parte de la historia ya es conocida.

Pero en medio de un suceso así en el que se mezclan tantas cosas y los medios nos convertimos en recipientes de sentimientos, de palabras, de reacciones… en medio de ese no tener tiempo para la reflexión, algo se me fue quedando que ponía luz. Me di cuenta de que a Miguel Delibes, sobre todo, le estaban despidiendo (en la calle y en las páginas y en las llamadas) sus lectores. Esa masa anónima que suele guardar silencio, que no sale en los informativos pero que da sentido a toda una obra. Y por segunda vez en pocas horas volví a pensar ‘qué suerte’. Y aunque sé que estas cosas en la inmediatez de la pérdida no dan consuelo a sus seres más cercanos, qué fortuna haber culminado una obra y que esa obra haya llegado a tanta gente que espontáneamente dijo: mi vida encontró algunas respuestas gracias a ti. Privilegio de escritores. Como privilegio es ser testigo y tener la profesión de contarlo.

(Publicado en la edición impresa de El Norte, el jueves 18 de marzo del 2010)

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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