Dónde van a parar los dedos de los pianistas muertos?» La pregunta se la hace repetidamente Ringo, el protagonista de la última novela de Juan Marsé, según su propia confesión, la más autobiográfica. Ringo (el nombre que se ha puesto a sí mismo Mingo, o Domingo, en honor de sus héroes de las novelas de aventuras y los que desenfundan sus pistolas en el lejano Oeste) se hace esa pregunta porque una máquina laminadora del taller de joyería donde trabaja acaba de tragarse el dedo índice de su mano derecha y con él sus sueños de ser un famoso pianista, ya empañados por la falta de recursos de la familia que había clausurado con anterioridad sus clases de música. Tiene quince años y como el autor es hijo adoptado, ha crecido en la triste Barcelona, pobre, gris y sin horizonte, de posguerra. Sueña con la música, aunque su forma de observar lo que le rodea, su facilidad para imaginar ‘aventis’ con las que distraer las tardes de pandilla, su costumbre de refugiarse en ensoñaciones tan reales como la vida misma, están perfilando su futuro de escritor.
La pregunta recurrente abre alguno de los pasajes más interesantes de la novela, los que reflejan su forma de sentir esa pasión por las notas encadenadas en sinfonías o conciertos. Ringo piensa que el accidente solo establece un paréntesis en sus sueños, que algún día será un pianista de nueve dedos, una curiosidad que le ayudará en su camino a la fama, y mientras tanto devora a Dostoievski, Balzac, Verne, Edgar Wallace, Papini, Stefan Zweig…
Juan Marsé ha echado mano de la memoria y esa mirada interior cobra relieve en el libro. Con ella da las notas más altas. Todo lo que nos marcó a fuego en una edad trascendental como la adolescencia estaba ahí para algo. En el caso de un escritor para urdir los mimbres de una obra que tiene la solidez de una trayectoria firme y el sonido de lo que más de verdad hay en el autor.
«Donde sea que vaya en el futuro, desde esa mañana en la que, solo, pero a trechos flanqueado por Mowgli y luego por Winnetou, emprende el camino llevando colgada del brazo la cesta de la comida para el abuelo, que le espera sulfatando la viña, dondequiera que el día de mañana la vida le lleve sus pies estarán pisando este camino y volverán a levantar hasta su nariz un polvo con aromas de esparto y estiércol y uvas aplastadas , y algo de ese polvo germinal lo acompañará siempre», escribe en un pasaje de la novela. Palabras que tanto recuerdan a las que Isak Dinesen escribió al verse obligada a dejar su granja en África y que abren el volumen de sus cartas: «Tengo la sensación de que en el futuro, me encuentre donde me encuentre, me preguntaré siempre si estará lloviendo en Ngong». El futuro es un asunto lejano y esquivo y dudoso en ‘Caligrafía de los sueños’ pero Ringo tiene que creer en él para no dejarse ahogar por la melancolía de los perdedores que siempre está presente en la charla de los mayores: «Y es entre esas reiteradas charlas y discrepancias donde el chico aprenderá a convivir con los humores de una cotidiana amargura y una tristeza cuyo origen se le había antojado una maldición».
Además de esa Barcelona gris tan poco parecida a la glamourosa y a la ciudad de diseño que es hoy, la de las tabernas miserables del Barrio Chino, la de los perdedores de la guerra –de los perdedores en general, que se ganan la vida desinfectando locales de ratas y otras plagas y en las horas nocturnas queman los libros y los papeles políticamente comprometidos– la del estraperlo y el afán de supervivencia, reina en las páginas de esta novela el factor germinal de la escritura: «El factor germinal de la escritura –escribe en otro pasaje– ha hecho mientras tanto su trabajo, y algo le induce de pronto a arrancar la hoja garabateada de la libreta y disponer de otra limpia, y tantear nuevamente el lápiz con los dedos doloridos y estar atento a la melodía de las palabras que ahora vuelven».
Y otra constante en su obra: la fascinación por el cine. Los héroes de los westerns, las inalcanzables actrices de Hollywood, los paisajes que ayudaban a liberarse de la grisura medioambiental están también aquí, acompañando las ensoñaciones del protagonista. La mirada de Marsé no es en esta ocasión tan ácida, es una mirada comprensiva que se permite atisbos de ternura.
(Publicado en el suplemento literario ‘La sombra del ciprés’ el sábado 12 de febrero del 2011) (En la fotografía de Gabriel Villamil, Juan Marsé durante su última visita a Valladolid)