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Dos apuntes sobre Sabato

Nos cuativó con sus novelas y nos emocionó con su testimonio vital. Su desaparición es una buena ocasión para releer su deslumbrnate obra.

LOS OJOS DE SABATO

Siempre me impresionó la enorme tristeza que desprendía la mirada de Ernesto Sabato. Como si llevara a sus espaldas todo el horror que vivió su país y que él revivió en los años que presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, a la que el presidente Raúl Alfonsín encargó la investigación sobre los crímenes de la dictadura argentina. De aquella Comisión salió el informe ‘Nunca más’, también conocido como ‘Informe Sábato’, que permitió enviar a la cárcel a los militares responsables de tantos crímenes.
Dos veces me encontré con esa mirada de cerca. La primera, en 1998 cuando vino a Valladolid para participar en el III Congreso de la Lengua (sí, en Valladolid pasaban estas cosas y estas gentes pasaban por aquí antes de que ‘lo latino’ se desviara hacia un solo centro de atención y de subvención). Las palabras de personas como él siempre tienen algo de premonitorio. Su discurso desprendía ese amargo escepticismo que lleva emparejada la lucidez. Era 1998, insisto, y Sábato advertía contra un mundo «en el que las personas y los sentimientos dependen del poder de los banqueros». Sábato murió el sábado, dos meses antes de cumplir cien años. Vivió para ver cumplidos sus más negros temores: cómo ese poder podía arrastrar a la humanidad a penurias aún más graves que las ya conocidas entonces.
La segunda vez que lo tuve cerca fue en 2002. Su país vivía una situación dramática, con la economía arrasada por la especulación y la corrupción. El autor de ‘El túnel’ hizo una gira por España que él sospechaba que sería la última. En Valladolid pronunció una conferencia y no pudo contener las lágrimas al recordar la educación que había recibido de niño cuando su país aún era una primera potencia económica y su sistema educativo, un modelo a imitar, después quebrado por la miseria y la deuda externa. Volvió a emocionarse cuando habló de 250 millones de niños explotados en todo el mundo, esa «inmoralidad irreparable». Con 91 años, su aspecto había ganado en cansancio y sus palabras eran aún más apocalípticas. ¿Más reales? «Estamos al borde de la desaparición de una cultura que durante siglos amparó al hombre», dijo.
Hubo un momento, creo que fue en el primer viaje que describo, en que los periodistas le rodeamos y aunque mi oficio es preguntar (supongo que lo haría) recuerdo que no me salían las preguntas. En realidad solo quería darle las gracias, aunque finalmente no me atreví a hacerlo. Me frenaba la tristeza de sus ojos y la seguridad de que mis palabras no estarían a la altura de lo que quería decir. Años atrás, siendo todavía una adolescente, había leído ‘Sobre héroes y tumbas’. En la época en la que todo está por descubrir yo descubría nuevos mundos con sus libros.
Años más tarde rememoré su última estancia vallisoletana leyendo ‘Memoria emocionada de España’, el diario que escribió durante aquel viaje en el que se encontró con amigos como José Saramago. «Quedó grabada nuestra amistad –escribe recordando su abrazo–, nuestro compromiso común ante los avatares del mundo y esa alegría simple de camaradas que han vivido luchando siempre en el mismo bando».

(Publicado en la columna de opinión ‘Días nublados’ el 5 de mayo del 2011)

SABATO, VIDA Y LITERATURA

Perturbadora. Si hay un adjetivo que refleja y une la corriente subterránea que fluye bajo las novelas de Ernesto Sabato, sería este. La literatura del autor argentino –que acaba de escribir el capítulo que más odiaba tener que protagonizar de su historia: el final– es de esas que imprimen una huella indeleble en el lector. De la lectura de ‘Sobre héroes y tumbas’ o de ‘Abbadón el exterminador’ no se sale indemne. Se habrá disfrutado más o menos, dependiendo de los gustos y circunstancias de cada cual, pero al menos un rasguño, un arañazo en el alma está asegurado.
Reflejo, sin duda, esta forma de enfrentarse a la literatura de su propia forma de enfrentarse a la vida. La vida que amaba, aunque, quizá por eso, por ese profundo amor que le hacía temer sobremanera el momento de perderla, sus novelas estaban llenas de muerte: «De ese modo empezó la etapa final de mi existencia» dice en los inicios del estremecedor ‘Informe sobre ciegos’ incluido en su novela ‘Sobre héroes y tumbas’. «Bastará decir que soy Juan Pablo Castel , el pintor que mató a María Iribarne», escribe en el arranque de ‘El túnel’.
Sabato nunca dejó de ser el niño asustado que con las lágrimas velándole la visión –ese sentido que con la edad se le volvería tan frágil– se despidió de su madre para ir a cursar sus estudios secundar fuera de Rojas el pueblo que le había visto nacer y donde había vivido hasta ese momento con su familia. La vida a veces le atormentaba. Su biografía está llena de esos momentos en los que afloran las contradicciones y las decisiones son difíciles. En uno de eso momentos decidió que la literatura ocuparía el lugar que hasta entonces había ocupado la ciencia. Fue un abandono paulatino que en un determinado punto del camino tomó cuerpo, pero la seguridad de las matemáticas siguió estando ahí, le consoló en situaciones difíciles, como le había consolado siempre. De niño, o luego en París cuando el desengaño, por un lado, y el contacto con los surrealistas por otro le hicieron alejarse del comunismo. «Por primera vez en mi vida encontré consuelo y seguridad en el universo matemático», dijo una vez recordando sus difíciles comienzos como estudiante interno. Ese acudir a la tranquilidad de un teorema fue en muchos momentos una especie de salvavidas. Se sentiría así a menudo como «a medio camino entre el fervor de la sangre y el convento».
Porque había elegido la intranquilidad de las letras. El universo oscuro y a menudo pantanoso de la literatura. El lugar donde se permitiría poner negro sobre blanco sus «verdades más atroces». Con ellas y con sus dudas construyó una obra deslumbrante y conmovedora que le valdría el premio Cervantes. ‘Abbadón el exterminador’ es la novela que cierra la trilogía que compone su obra de ficción (el resto se lo llevó el fuego) y es el colofón de las anteriores, la más autobiográfica, transitada por ese Sabato (así escribía él su nombre, sin tilde) que habla libremente de las dificultades para construir una novela: «Y ahora qué? Contempló su cara de heladas pasiones y trató de comprender en qué sentido estaba vinculado con la novela que a tropiezos intentaba construir. A tropiezos, como siempre le sucedía: todo era confuso en su interior, se hacía y se deshacía, no le era posible nunca comprender qué quería ni adónde se dirigía (…) Qué quería decir con sus ficciones?».
Quizá por eso, por haber sabido reflejar las perplejidades del alma humana, en su escritura palpita la vida. Esa vida con fecha de caducidad que quería aprovechar al máximo. «El que sea inmortal que se permita el lujo de seguir diciendo pavadas», escribe también en su última novela.
Ni su tendencia al escepticismo, ni su predisposición a la amargura, derivada sin duda de su enorme lucidez, consiguieron arrebatarle su fe en la existencia. «Qué puede reemplazar a la vida, aún con su pena y su finitud?».

(Publicado en el suplemento literario ‘La sombra del ciprés’, el 14 de mayo del 2011)
(En la Foto de Kote-Efe, Sabato, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en el 2002)

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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