He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/ feliz. Que los glaciares del olvido/ me arrastren y me pierdan, despiadados». Cuando se nubla. En esos días que rememora el título que di a esta columna semanal procuro acordarme de estos versos. Y hago propósito de la enmienda. No quiero cometer el peor de los pecados. Aunque me cueste. Los versos son de Borges. Pertenecen al comienzo del poema ‘El remordimiento’ que incluyó en su libro ‘La rosa profunda’, de 1975. No son los únicos versos de Borges que me acompañan desde hace tiempo. Los que siguen los llevo siempre a mano y me los receto cuando levanto la vista de mis pies: «Bruscamente la tarde se ha aclarado/ porque ya cae la lluvia minuciosa./ Cae y cayó. La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado (…) Esta lluvia que ciega los cristales/ alegrará en perdidos arrabales/ las negras uvas de una parra en cierto/ patio que ya no existe. La mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada,/ de mi padre que vuelve y que no ha muerto».
Algunos llevan para siempre pegados el dolor de amigos que se fueron. «La calle es como una herida abierta en el cielo./ Yo no sé si fue un Ángel o un ocaso la claridad que ardió en la hondura./ Insistente, como una pesadilla, carga sobre mí la distancia. Al horizonte un alambrado le duele./ El mundo está como inservible y tirado».
Otros me hablan de asignaturas pendientes: «En la memoria de Palermo estabas,/ en su mitología de un pasado/ de baraja y puñal y en el dorado/ bronce de las inútiles aldabas,/ con su mano y sortija. Te sentía/ en los patios del Sur y en la creciente/ sombra que desdibuja lentamente/ su larga recta, al declinar el día». (‘Buenos Aires’). En otros me identifico plenamente: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído». Y otros comparten homenaje: «Por estos rojos laberintos de Londres/ descubro que he elegido/ la más curiosa de las profesiones humanas,/ salvo que todas, a su modo, lo son./ Como los alquimistas/ que buscaron la piedra filosofal/ en el azogue fugitivo,/ haré que las comunes palabras/ –naipes marcados del tahúr, moneda de la plebe–/ rindan la magia que fue suya/ cuando Thor era el numen y el estrépito, el trueno y la plegaria». (‘Browning resuelve ser poeta’).
El martes se cumplieron 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges. A veces me rebelo contra los aniversarios y otras me apoyo en la costumbre tan humana de marcar hitos en el camino, como muletas para andar. No es Borges un escritor que me apasione (estas cosas también tienen algo de química), aunque me rinda a su poder y admire tantas páginas que (me) nos enseñaron tanto. Una biografía lectora está llena de momentos felices y un futuro de lectura es un mapa lleno de itinerarios. Esta es mi invitación del 25 aniversario. Y esos que siguen, más versos del poema que desencadenó esta columna: «Mis padres me engendraron para el juego/ arriesgado y hermoso de la vida,/ para la tierra, el agua, el aire, el fuego./ Los defraudé. No fui feliz. Cumplida/ no fue su última voluntad. Mi mente/ se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías./ Me legaron el valor. No fui valiente».
(Publicado en la columna de opinión ‘Días nublados’, el jueves 16 de junio de 2011)
La foto de Borges es de Diane Arbus