Publicado en El Norte de Castilla el 29 de marzo de 2007
Son cosas que tienen más importancia de la que aparentan. Pequeños gestos que acaban siendo símbolos de un tiempo. Me fijo en los deportistas instantes después de una victoria. Sobre todo, en deportes individuales como el tenis, el motociclismo, la fórmula 1.
Veo sus gestos de victoria. Los de Rafa Nadal. Los de Jorge Lorenzo, tras su triunfo en Jerez… No son gestos de alegría, sino de agresividad. Si no fuera por los uniformes parecerían guerreros antiguos en el campo de batalla. Sus brazos, el puño cerrado, la cara contraída en un gesto desafiante como si el adversario, convertido en enemigo, estuviera a punto de asaltarlos. Por no hablar del movimiento de su pelvis. Es como si la sonrisa, las buenas maneras, hubieran desaparecido del lenguaje corporal de la victoria. ¿O es que las sonrisas son poco masculinas, sobre todo para la figura del macho vencedor?
Nos vamos acostumbrando a este lenguaje. Los niños lo imitan y las chicas muchas veces también. Arancha Sánchez Vicario puso de moda un gesto bastante poco elegante para cuando una bola entraba y le reportaba un punto. El tenis fue en un tiempo el paradigma de los buenos modales. Era un deporte en el que se hacía gala de que jamás se celebraban los fallos del contrario y donde el griterío y la bulla improcedente estaba tácitamente proscrita. También esto va cambiando.
Está claro que la elegancia no está solo en saber perder, sino, sobre todo, en saber ganar. No encuentro elegancia en muchas victorias. (Sí ya sé que lo de algunas derrotas, no solo deportivas, pasa de castaño oscuro). En fin, veo poca elegancia en general.
Me sentiría como una abuela diciendo estas cosas si no supiera que somos bastantes y de todas las edades los que lamentamos que la educación haya perdido gran parte de su prestigio. Y es un fenómeno que tiene que ver con otros colaterales como la velocidad y la violencia, esas reglas sintácticas con las que se escribe nuestro guión diario desde el cine, la televisión, la publicidad, el tráfico, el ocio destinado al consumo rápido… Luego podemos llenarnos la boca hipócritamente hablando de crispación. Lo raro es que no estemos todos de los nervios.
Si decir ‘buenos días’ o ‘buenas tardes’ al entrar en un lugar público no deja de ser un acto revolucionario; si nadie le explica a un joven que al entrar en un transporte público debería quitarse el mochilón de la espalda para no pegar golpes a diestro y siniestro porque su cuerpo no es el único que ocupa un lugar en ese espacio; si nadie advierte a las personas ‘normales’ de que los mayores que pasan a su lado por la calle suelen tener enorme problemas de estabilidad y que cualquier roce puede dar con sus frágiles huesos en el suelo, si nadie le explica a un conductor que no puede acelerar por sistema en un paso de cebra, si nadie enseña ese extraño don de la empatía… este mundo será cada vez más irrespirable.