La publicidad invade nuestras vidas. El márquetin, como un virus imparable, se cuela en todos los rincones, no ya en los espacios públicos sino en nuestra más preciada intimidad. No es raro que suene el teléfono fijo a la hora de comer y, cuando esperamos escuchar al otro lado una voz familiar, alguien con la suficiente confianza para conectar fuera de horario, comprobemos que quien nos interrumpe el descanso es un ‘operador/a’ que con tonillo pretendidamente amable y sacado directamente de un manual de ventas nos ofrece una tarifa telefónica, una velocidad de vértigo en el ADSL, una tarjeta platino, o cualquier otro producto que lleva pegado al coste una promesa de felicidad eterna. Lo más descorazonador del asunto es que, una vez que nos reponemos de la sorpresa y somos capaces de reaccionar, y –con toda la amabilidad y educación que no demuestra la empresa asaltante– tratamos de evitar que el ‘operador/a’ no pierda su tiempo en una misión imposible, recibimos como respuesta una bordería. Como si fuera nuestra obligación aguantar el rollo hasta el final por haber sido destinados a la fuerza a ser beneficiarios de las excelencias del producto. O sea, que además de haber visto interrumpida nuestra plácida siesta nos quedamos con un enfado imprevisto, con un mal rollo gratuito que, como la llamada, tampoco habíamos solicitado. La ironía llega a tal extremo que para librarnos de estos asaltos deberíamos ocupar un tiempo considerable en rellenar solicitudes varias. Ya se sabe que el hiper capitalismo es muy democrático.
El márketin se ha vuelto insolente, maleducado y caradura. Agresivo, sí, conforme al ‘ritmo’ de nuestra vida. Y lo peor es que se lo permitimos. Lo hemos ido aceptando con total naturalidad y ahora ya estamos insensibilizados. Nos parece normal que nos fustigue o que ocupe el lugar que no le corresponde. La educación no está de moda y ya se sabe que la publicidad abre camino en las ‘tendencias’.
Por eso no reclamamos. En vez de exigir una televisión pública –al menos esa– que ofrezca buen cine en horario estrella sin cortes de publicidad largos hasta la náusea, nos apuntamos a un canal de pago. Y así el sistema sigue funcionando. ¡Esto sí que es Hollywood!
El peligro también llega al mundo de la información, donde la publicidad está invadiendo espacios y aceptando fórmulas que hace poco serían impensables. Y que sonrojarían a cualquier código de buenas prácticas. Porque existen ¿no?
Por eso, en algunos ámbitos–y no creo que sea inocente el asunto– cada vez se habla más de comunicación que de información. El primero es un término más ambiguo que permite el ‘totum revolutum’. La publicidad es necesaria, ya lo creo, pero incluso sería más efectiva si se mantuviera en su lugar.
Pero insisto. Ya nada nos sorprende. ¿Habrán conseguido transmutarnos de ciudadanos en consumidores?