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La mirada de Marcel

Publicado en EL NORTE DE CASTILLA el 27 de septiembre del 2007

A veces, los periodistas nos convertimos en escritores de necrológicas. Personajes que se van y dan lugar a recuerdos, perfiles, elogios retrospectivos… A veces incluso desmesurados o sin equilibrio. Pero espero que esta columna, que he decidido no evitar, sea en definitiva una celebración de la vida, aunque lo que la motive sea una muerte. La de Marcel Marceau.

Si dejamos a un lado las veces que vi sus espectáculos, es decir, las veces que me encontré con Bip, tuve ocasión de compartir con él y con otros colegas una comida (un montón de risas), una cena (menos risas y más protocolo) y una de las horas más energéticas de mi vida. Fue durante una clase magistral que impartió en el Teatro Calderón. Porque hubo un tiempo, justo antes de que las tapas y los macroconciertos ocuparan toda nuestra ‘vida cultural’, en que en Valladolid sucedían estas cosas. Yo estuve allí.

Es curioso. No recordaba sus palabras. He tenido que recurrir al archivo para saber qué dijo. Pero dos cosas se me habían quedado grabadas con fuerza. Una, su mirada. La intensidad con la que nos miraba a los ojos. Tenía ya más de setenta años -era el 2001, durante la segunda edición del Festival de Teatro de Calle- y pensé que sólo una persona joven podía mirar así. La otra fue el regusto que me dejó el acto: salí con más ganas de vivir.

Sé que ahora está científicamente comprobado el porqué algunas personas sólo con su presencia nos quitan toda la energía y otras producen el efecto contrario. Tiene que ver con los ritmos del corazón y éstos a su vez con los sentimientos. Pero este es un tema para otro día.

Yo tengo además otra teoría. Creo que lo que distingue una obra de arte de un sucedáneo es su capacidad para transformarnos. Si después de leer un libro, de mirar un cuadro, de escuchar una sinfonía, de asistir a una representación teatral pensamos que algo ha cambiado en nuestro interior, si hemos sentido un escalofrío, un crujido, si pensamos que ya nada será exactamente igual que antes es que acabamos de asistir a una obra de arte. Eso fue aquella conversación. Y esa impresión es la que ha perdurado en el tiempo por encima de lo que dijo aquel día.

Cosas que, por otra parte, leídas sin su presencia no parecen extraordinarias: Que no hay un arte por encima de otras artes porque todas tratan de lo eterno. Que no hay futuro si no se asume el pasado. Que la poesía convierte en realidad los sueños…

Mientras nos hipnotizaba con sus manos, nos hizo pensar que no creía en la muerte. Una vez fue a ver su obra un grupo de sacerdotes. Al terminar la función le dijeron «no sabíamos que usted era tan religioso». «No soy religioso. Soy un librepensador», les contestó, «pero cuando hago esto Dios está conmigo».

Al principio del acto se miró la mano y recordó aquello de William Blake de que en la palma de la mano cabe la condición humana. También en una mirada, pensé aquel día.

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Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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