Avanzada ya la Sección Oficial, que encara sus últimos coletazos, seguimos encontrando buenas películas, pero no el peliculón, ese que nos hará recordar la edición del aniversario redondo. Tres películas muy distintas se concentran en esta reseña. Distintas en todo, unidas solo por el hecho de compartir hueco en la Sección Oficial del festival, donde la ausencia de grandes riesgos es también una nota generalizada. Probablemente, si nos atenemos a lo sucedido en otros festivales de los que tenemos noticia, porque la cosecha reciente haya sido así, sin demasiadas estridencias.
Si hablamos de riesgo y no nos tomamos muy en serio el asunto, podemos empezar hablando de ‘Beeba Boys’, el filme con el que la directora india Deepa Mehta da un salto en su filmografía y se mete en territorios no explorados en su cine. Aunque cierto humor estaba ya, aunque ciertos guiños a Bollywood también habíamos visto, y no digamos cierto carácter etnográfico en sus filmes, Mehta abandona el drama lírico y la simbología y se suelta la melena con una de tiros.
Estamos en Vancoover, en la comunidad indocanadiense, en las sociedades sijs que mantienen sus costumbres, sin desechar las comodidades de la sociedad que les acoge. Conocemos al atractivo Jeet Johar, líder de una banda juvenil de despiadados asesinos que se disputan con otras bandas rivales el mercado de la droga y del tráfico de armas. Pero eso sí, sin descuidar su aspecto físico. Y aquí está el quid de este trepidante filme, el aspecto estético, el tratamiento del color, que recuerda por cierto al Almodóvar de ‘Tacones lejanos’. Es la composición de los planos lo que la aleja de una película más de gánsters. Pues ‘Beeba boys’ está más cerca del lenguaje del cómic que de las películas del género. La música subraya una acción que no da respiro. A menudo, los personajes parecen que van a echarse un baile en vez de dedicarse una ensalada de tiros.
La cosa no va más allá, salvo porque la película se deja ver, entretiene, visualmente es desde luego un producto potente con el que Mehta ha querido demostrar que sabe hacer cosas inesperadas.
Normalidad
Cine con carga social en los otros dos títulos del día. Cine que deja la sensación de ya visto en este festival, sin que por ello deje de merecer un análisis detenido.
La israelí ‘Hatuna MeNiyar’ (Boda de papel) afronta el tema de la diferencia. De cómo una leve discapacidad puede ser motivo de marginación, y de cómo la sociedad tiene aún la asignatura pendiente de ensanchar el concepto de ‘normalidad’ hasta arrinconarlo, para aceptar otras formas distintas de ser o estar en el mundo.
Hagit es en esta película una joven con una leve discapacidad intelectual que trabaja en una fábrica de papel higiénico. Pero su sueño es ser diseñadora, y más concretamente diseñadora de trajes de novia, porque ella como la mayoría de alas chicas de su edad sueña con el príncipe azul. La autonomía que busca Hagit , hija de padres separados, choca con la sobreprotección de su madre, Sara, y después chocará con los estereotipos sociales que harán inviable su otro sueño: tener una relación con el apuesto hijo de su jefe.
El peso de la película recae de alguna forma sobre el rostro de Moran Rosenblatt, la actriz que encarna a la joven discapacitada. Su sonrisa y su seguridad para dar credibilidad a la diferencia de su personaje son lo mejor que tiene el filme del joven director Nitzan Gilady. Pero la película no acaba de coser todos sus elementos. La obsesión de Hagit por hacer muñecas vestidas de novia ofrece los mejores planos del filme que se alternan con otros rutinarios que hacen que en conjunto no tenga la fuerza que potencialmente se le podría suponer al tema.
Alta corrupción
Algo parecido ocurre con ‘¿Por qué yo?’ de Tudor Giurgiu, director rumano que en la presentación que prologó la sesión de ayer tarde manifestó su amor por este certamen al que ha venido en dos ocasiones (la última en 2012 con ‘De caracoles y hombres’) y prometió aprender español y hacer una película «menos deprimente» la próxima vez.
Y es que Giurgiu encara el asunto de la corrupción estatal basándose en un caso real ocurrido en su país en 2002.
La acción se centra en un joven fiscal, cuya carrera está en alza, que investiga a un colega situado por encima de él y que ha sido denunciado por corrupción. El celo que pone en su tarea comienza a chocar con sus superiores y acabará descubriendo una trama más profunda y peligrosa que pondrá fin a su carrera.
Quizá una de las mayores pegas que se pueden poner al filme, por otra parte correcto, es su exceso de metraje. Como ocurre en las primeras novelas, el autor ha querido contar demasiadas cosas o se ha detenido innecesariamente en detalles que no aportan nada como en algunas tópicas secuencias de la relación de pareja del protagonista.