Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 6 de diciembre del 2007. (Y aunque se sale del tema principal del blog, también la cultura viaja en autobús)
Cojo un autobús de línea para trasladarme de una ciudad a otra. Nada más comenzar el viaje tengo la certeza de que será una pequeña tortura. El conductor, joven, parece, además, intrépido. Lleva un autobús repleto de gente pero creo que imagina que va en su vehículo particular. Conduce de esa manera que podríamos llamar ‘agresiva’: volantazo va, volantazo viene, frenada en el último momento, (que para eso le funciona el sistema a pesar de que el obstáculo se vea venir de lejos), distancia de seguridad desconocida… El catálogo completo.
Aquello dura lo suficiente como para hacer imposible pensar en otra cosa. Cerca de mí una mujer me mira angustiada y me pregunta si llevo una bolsa para el mareo. No llevo. Le indicó que el conductor suele disponer de este artículo cada vez más necesario. Las dos miramos hacia adelante y calculamos mentalmente el riesgo de ponernos de pie y llegar hasta el atento conductor. Y desistimos. La pasajera enferma decide arriesgarse y tratar de concluir el trayecto sin dar un espectáculo.
Cuando estamos a punto de concluir el viaje, un segundo pisotón en el freno nos hace rozar el asiento delantero –los cinturones de seguridad, por cierto, tampoco se conocen– y desear fervorosamente que aquello acabe de una vez (con todos ilesos, claro). Llegamos a destino ‘sin novedad’. Y, lo que es, al parecer, lo único importante: a la hora fijada por la compañía.
Si al llegar a la estación, al conductor le hubieran hecho la prueba del alcohol y otras sustancias prohibidas, estoy segura de que hubiera dado negativo. Lástima que no haya ningún aparato capaz de medir la imprudencia, la agresividad y la falta de empatía con el pasaje. A algunos conductores les da igual transportar personas que cajas de material a prueba de golpes. Y eso vale para todo tipo de transporte público.
Una vez le oí contar a un conductor profesional al que calculé unos 55 años que estaba deseando jubilarse. Consideraba que en su empresa ya no pintaba nada, que había gente joven capaz de conducir de una manera –lo achacaba todo a una cuestión de reflejos– que hacía fácil cumplir con los ajustados horarios que marcaba la empresa concesionaria de la línea. Yo estuve a punto de pedirle que no lo hiciera. Pero me corté.
¿Aquel conductor que nos dio el viaje puso en peligro nuestra integridad física? Evidentemente sí. Pero cuando alguien compra un billete o alquila un servicio público tiene derecho, además, a que el trayecto no sea una prueba de resistencia. (Lo de ser tratado con educación empieza a ser una utopía). Tiene derecho a no tener que encomendarse, si no quiere, a todos los santos de su devoción o a calcular de antemano las horas en que estará haciendo la digestión etc. etc. Con lo dicho hasta aquí, lo de la reforma del código penal que ayer entró en vigor me parece tan necesaria como obvia. ¿Por qué escandaliza a algunos?