(Publicado en la edición impresa de El Norte el 10 de abril del 2008)
NO pude acudir a la lección magistral de Juan Antonio González Sainz en la jornada que con el tema central de Literatura y Periodismo organiza anualmente en la Fundación Duques de Soria en Tordesillas. Y lo sentí. Y lo he sentido aún más leyendo la reseña que este periódico publica de sus palabras. A veces relaja llorar en una misma dirección. (Otros lo llaman consuelo de tontos o también no sentirse como un marciano). Las palabras de González Sainz, su pesimismo acerca de la situación de la cultura, entendida en su sentido amplio, humanista –esa que se transmite si se transmite con un lenguaje cada vez más empobrecido–, y del nivel intelectual de la sociedad y su reflejo en los medios puede parecer catastrofista e incluso apocalíptica, pero algunos las vemos muy ajustadas a la realidad. Avisos como el suyo acerca de la «indigencia mental» de los medios y el basurero lingüístico por antonomasia» en que se ha convertido Internet más que el hecho de tirar piedras sobre nuestro tejado –siempre hay quienes sacan a relucir un renovado corporativismo en estos casos–, debe de servir como llamada de atención, apelación al sentido del deber y de una dignidad cada vez más enterrada bajo las capas de la globalizada mediocridad. Asusta ver que lo importante ya no es, como dijo el conferenciante, si algo es verdad o mentira, sino si está envuelto y listo para servir con arreglo a los parámetros del consumo establecido. La tiranía de las audiencias, aunque nunca se sepa muy bien el origen y el por qué de tales audiencias. Parece que todo vale mientras se pueda vender al por mayor. En este clima el lenguaje sigue su camino hacia la anemia total. En La Rioja se analizaba ayer el lenguaje de los mensajes cortos que se transmiten a través de los móviles y que tanto están influyendo en la manera de escribir de los jóvenes. El problema es que ese argot que no conoce ortografía ni sintaxis, que apenas maneja unos cuantos conceptos está saltando a la comunicación escrita. Y lo que más asusta es pensar que si el lenguaje es el transmisor de pensamientos qué pensamientos son capaces de transmitir ese puñado de signos inconexos. Hace años me resistía a pensar que los humanos fuéramos tan tontos como para construir un parque temático que reflejaba virtualmente las maravillas de un determinado lugar –una joya arquitectónica y paisajista– a pocos kilómetros de la joya en cuestión. Que bastaba seguir unos kilómetros más para disfrutar en directo y gratis de lo que vendía a bombo y platillo el prototipo virtual. Ahora aquella queja parece una ingenuidad. Vivimos pendientes de pantallas cada vez más pequeñas y esas son las orejeras de nuestro mundo. Ahí caben nuestra información, nuestras sensaciones y lo que es peor el mundo de nuestras relaciones… ¡Qué panorama!