Seguir la Seminci es como entrar en la caverna de Platón. Vives en la ficción, de cara a la pantalla, con tanta intensidad que parece que fuera todo se detiene. Pero la vida sigue su curso y en los días de este último festival, cuando salías de la sala, a veces esperaban las ausencias.
Primero fue la de Robert Saladrigas, el escritor, editor y crítico literario catalán. Su sonrisa se apagó el 22 de octubre. Lo conocí en los noventa, cuando él era un escritor consagrado, y ya había obtenido el premio Sant Jordi de novela. Era una de esas personas sin rastro de afectación, que trataban igual de afectuosamente y con el mismo respeto a un distinguido colega que a una principiante. Su obra literaria, escrita originariamente en catalán, se tradujo al castellano, al portugués y al rumano. Pero las circunstancias quisieron que dos de sus últimos libros fueran publicados en Castilla y León, gracias al sello Menoscuarto. En ‘De un lector que cuenta’ recogía un centenar de textos entre artículos, reseñas (muchas de ellas publicadas en el suplemento Culturas de ‘La Vanguardia’) y prólogos sobre sesenta narradores contemporáneos, de Thomas Mann a Jonathan Franzen. Por el siguiente, ‘En tierras de ficción’, desfilaba otro centenar de autores de Edgard Allan Poe a Evan Dara, y cerraban el volumen unas interesantes reflexiones (junto a José María Guelbenzu) sobre crítica literaria.
Siento mucho que no haya podido disfrutar de la vuelta de la Filosofía a las aulas de Secundaria, ya que en el prólogo de este segundo volumen se quejaba amargamente de su desaparición a manos de la LOMCE. “Así que un alumno –escribía— podrá concluir la fase de educación básica sin haber conocido los fundamentos de la cultura que es garante de su libertad, en tanto que individuo adscrito a los valores de una tradición, en este caso la occidental”. Y lo calificaba de atentado contra la cultura.
Después conocimos la muerte de Carmen Alborch. De ella se ha escrito ya todo. Se ha escrito sobre su luz, su compromiso político progresista, su feminismo insobornable, su capacidad para soportar los golpes en la actividad política de primera línea sin perder la calma, sin apartarse de sus valores; en definitiva, de su atractivo. Era difícil no caer en las redes de su encanto, a poco trato que se tuviera con ella. Desde que, siendo ella ministra, tuvimos ocasión de charlar, con una caña de cerveza delante, sobre su etapa al frente del Ivam y otros asuntos de la vida, dividí a los políticos en dos clases: aquellos con los que puedes mantener una conversación ‘normal’ y aquellos a los que el encorsetamiento de partido les traba la lengua y las ideas ante un periodista, aún en el ‘off the record’. Más tarde el feminismo nos hizo compartir alguna sesión.
Creo que ambos, Robert y Carmen, compartían su capacidad de sonreír, su empatía y su amor por la Cultura. Se va gente así, tan necesaria…
(Publicada en mi sección Días Nublados, en la edición impresa de El Norte el 1 de noviembre de 2018)